miércoles, 2 de noviembre de 2011

Una sorpresa para mamá


Una sorpresa para mamá.


Al entrar a su casa Andrés olvidó cerrar la puerta, venía apresurado del colegio por la noticia que le llevaba a su madre: este período no había perdido ninguna materia. Estaba seguro que su madre le permitiría comprarse un helado en la tienda del barrio. Se reprochó su torpeza con un golpe suave en la frente y se devolvió hacia la gran reja blanca que daba entrada a su casa. Tras cerrar la puerta dejó su maleta en una poltrona vieja y mugrienta, se quitó los zapatos y procedió a saludar a su madre, con la libreta de calificaciones en una mano y una gran sonrisa dibujada en su rostro regordete y sonrosado por el sol.
          ― ¡Mamá!― gritó mientras caminaba por el espacio mínimo y polvoriento de su hogar― ¡Mama! Hoy entregaron notas en el colegio.
          Pero a la alegría de sus llamados sólo respondió el silencio.
          Decidió entrar a la habitación de su madre, un lugar oscuro y tibio donde dormía la gigantesca figura de su madre. Atravesó el umbral de la puerta y un halo de luz iluminó el polvo y la mugre que flotaba por doquier. De niño le gustaba jugar a atrapar virutas de oro que se desprendían del cielo, pero ahora sabía que no era más que suciedad lo que flotaba por toda la habitación cerrada.
          ― Mamá ¿estás dormida?­―preguntó mientras pisaba el tapete lleno de manchas
          ― ¿Qué quieres? ― le respondió una voz cavernosa, como el gruñido de un animal aletargado.
          ― Hoy nos dieron el boletín de calificaciones. Don Agustín me ha puesto tres estrellas doradas.
          ― ¿Por qué no han sido más? Cinco o seis― dijo la madre que yacía bajo las sábanas sucias y pesadas por el sudor de su cuerpo ― siempre estás desilusionándome… yo aquí pudriéndome en mi miseria y el carajito dichoso de la vida vagando en el colegio.
          La máquina que la mantenía con vida soltó una serie de pitidos agudos y Andrés se acercó a cambiar la bolsa de orina que, alimentada por un tubo plástico bajo las sábanas, colgaba de un armatoste metálico y rudimentario.
          ― Pero mamá… he sido de los primeros de la clase. He izado bandera tres veces por mi buena conducta.
          ― Pero no eres el primero y para mí vale tanto como si fueras el último― le respondió su madre con un gemido ronco, tenebroso bajo las cobijas y en la oscuridad tibia de la habitación cerrada.
          ―Mamá….
          Pero la madre no escuchaba, ni siquiera vio las lágrimas que escurrían silenciosas por el rostro de su hijo. Perdida en sus recuerdos se reprochó haberse permitido tenerlo tan vieja y recordó al miserable que la había cambiado por una muchachita del barrio, significativamente más joven y de cintura más discreta.
          ― Vete. No quiero verte, no quiero oírte, lárgate.
          Ahora las lágrimas fluían descontroladas por el rostro regordete de Andrés, cayendo sobre el boletín de notas que al primer contacto con ellas fue borrando su nombre, convirtiéndolo en una imagen difusa e ilegible.
          ― Volveré más tarde para traerte la comida, te quiero mamita.
          Mas a la súplica disfrazada de sus afectos sólo respondió el silencio y la máquina que pitaba a intervalos regulares conectada a la obesa humanidad de su madre que, ahora, le daba la espalda. Por un momento Andrés pensó romper su marranito para comprar un helado en la tienda del barrio, después de todo creía merecerlo, pero recordó que faltaba poco menos de un mes para el día de las madres. Estaba seguro que con un gran regalo su madre por fin le respondería el “yo también” tan anhelado.

AUTOR
Ignacio Mayorga Álzate.




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