viernes, 4 de noviembre de 2011

Algunos ruidos del amar


Algunos ruidos del amar

Me refregué los ojos al sentirme solo. Nunca había podido escuchar el silencio, la quietud, los objetos callados, fijos.  ¿Cómo era posible que me hiciera falta el chorro de agua del lavabo?  ¿Y no me era deleitable el graznido chillón de la regadera mientras succionaba el vacío?  Presentí lo peor.  El deleite de seguirla en la mañana gracias a variados ruidos comunes me era imposible encontrarlo.  No abrí los ojos, quizás sólo era cuestión de esperar y ver si yo no me había despertado puntualmente, como siempre me lo demandaba, a las ocho.
¿Por qué decidí esperar?  Bien hubiera podido darle un vistazo rápido al cuarto y hubiera recobrado la familiaridad de las cosas pero yo estaba acostumbrado por mis oídos a otra cosa.  Lo peor vine a pensar: ella se había ido.  Recordé la discusión y la dejé chapoteante como un náufrago en la memoria, luego, sin ayuda, se hundió.
“Miro el reloj y cierro los ojos lo más pronto posible”, me dije.  ¿Y si eran más de las ocho?  Los goznes de la puerta no me inculcaban la idea de que ella ya estaba fuera del cuarto o las persianas, de que estaría en el cuarto.  Estaba solo, perdido, sin aquellos ruidos que la dibujaban en mi mente y me daban la orientación de ella en la casa.  Si eran ya casi las nueve no oí la brizna plateada del collar ni el cajón donde sé la guarda.  Decidí no separar aún los párpados.  Me puse a escuchar un rato el silencio del reloj digital.
Lentamente fui abriendo los ojos.  Alguien gritó en la calle que todo estaba bien.  Giré despacio, como un enfermo, la cabeza y conseguí el alivio.  Susana estaba a mi lado, durmiendo, con medio seno por fuera.  Tomé el reloj con la mano izquierda: ya eran cerca de las nueve.

Alonso Rodríguez Rhenals
 Girón, Santander

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