viernes, 4 de noviembre de 2011

LA VIUDA


LA VIUDA

Ellos se amaban ¿Por qué no iban a hacerlo? Eran jóvenes y la vida les sonreía plácidamente. Pasaban atardeceres completos girando dichosos, en las arenas de una alucinante playa, que con sus olas, sus vientos, sus conjuros y sus bellos atardeceres, ornaba el amor con la magnificencia real de la madre naturaleza.
Ella, blanca como el algodón, y de un rostro suave como este mismo. Con las mejillas quizás un poco hinchadas más de lo normal, que la ayudaban a enternecer una sonrisa deleitante, que hechizaba con unos dientes de perfecta alineación. Las comisuras le titilaban como jugueteando, y sus cabellos dorados como el reflejo del sol en las aguas mansas, se balanceaban deliciosamente por el aire cuando el viento los acariciaba. Él, de morena piel y pelo exorbitante, clavaba sus ojos de diamantes sobre su amada provocándole algo cercano a la excitación. Sus brazo de imponente diámetro, permitían el simétrico bordado, de unos bíceps de envidia. Su delicioso lenguaje evocaba dignamente musa cualquiera, su presencia y galanura hacía frente al más simpático exponente del dandismo; eso, si es que él mismo no lo era.
Aquella playa era semidesconocida, tan solo uno que otro nativo de dicho paraíso caribeño solía usarla para la pesca. La excelencia de amantes que la frecuentaban, se reducía a este par de jóvenes, que explotaban el paisaje para decantarse en declaraciones imposibles y momentos inolvidables. El lugar nunca les fue indolente, parecía que los atardeceres donde el sol rojizo combinaba su coloración con el tono encanecido de las espumas de las olas, estaban diseñados única y exclusivamente para ellos. Las arenas se transformaban en desérticas dunas con el objetivo claro de que nadie les interrumpiese. Hasta las gaviotas, curiosas y ornamentales en el horizonte, procuraban volar lo más lejos posible de la costa, con tal de que sus sórdidos aleteos no interrumpieran la escena romántica.
Incontables los momentos que felices pasaron, infinitos los besos, los abrazos y las caricias que se desplegaron  y compartieron con tan lisonjero paisaje. Y nunca hubo queja alguna, ni pelea, ni desacuerdos, y la playa parecía exhibir cada día más y más magnificencia y belleza, como si se alimentara del amor de la juventud, como si esto fuera el nutriente que le ayudaba a suplirse del encanto que elevaba a su vez la convicción de los enamorados. Una relación reciproca en la que era complejísimo definir quién disfrutaba más, si ella, si él, o si la playa. 
Terminó. Como cada una de las cosas buenas de la vida, como todo aquello que creemos eterno y que en un abrir y cerrar de ojos se convierte en alucinación. Jamás volvieron a besarse, ni a abrazarse, ni a acariciarse, ni siquiera la cortesía fue suficiente para que volviesen a saludarse. Aunque cada noche, él pensaba en ella y ella en él, el orgullo se interponía como buen refractario de la vida. No se volvieron a ver y lo que tanto perduró como un sueño, se quedó en eso: en un sueño.
Y los nativos pescadores tuvieron que buscar otra fuente de alimento; carne de jabalí suplió la falta de pescado, en cacerías que llegaron a dejar como saldo: piernas rotas y heridas provenientes de salvajes embestidas del cazado. La playa, sospechosamente dejó de ser fuente de alimento, toda forma de vida que en ella habitaba pareció extinguirse con el paso de los eternos minutos.
Los vientos se negaron a volver a soplar, las olas pasaron a ser ondas apacibles y solitarias, ni siquiera el sol volvió a mostrar aquel color de fuego que tan romántica aspecto le daba al lugar. Y poco a poco, con el tiempo, después de la muerte de ese gran amor, la playa se iba oscureciendo, las nubes se disfrazaban de tinieblas, las arenas ahora grisáceas espantaban todo intento de armonía, el mar parecía contaminarse y por momentos el color de las aguas pululaba entre el azul y el solferino. No se volvió a ver gaviotas ni ninguna clase de ave volando por los alrededores, era como si una maldición chorreara los rincones profundos de la ribera, era como si la magia negra invadiera el paraíso desértico, era como si el lugar también tuviese sentimientos y un corazón ahora oxidado, era como si la playa, estuviese de luto.

AUTOR- PIP CLAVIJO
PAMPLONA

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