ENTRE EL AMOR Y LA GUERRA
Conoció a Idalí en una reunión política de la universidad, entre el remolino de las ideas izquierdizantes y las calenturas de la insurgencia armada. Nicolás no pudo evitar caer en las celadas de sus ojos grises que lo miraban con fijeza mientras intervenía en una discusión acerca del papel del estudiantado en la lucha revolucionaria. Tampoco pudo evitar la sospecha de que sus lazos podían ser más inexorables que las trampas de la guerra. En ese instante supo que tenía que
sucumbir, inerme y sin remedio.
Sucumbieron los dos: Idalí, ante las recién nacidas efusiones del amor, Nicolás, ante la dádiva de darle un nuevo sentido a sus sueños revolucionarios.
Y parecía que no tenían tiempo para quererse tanto, que no era suficiente el
campus de la universidad para las batallas íntimas de sus cuerpos enamorados.
Hasta la madrugada en que la puerta de su apartamento en la ciudad universitaria
saltó de sus goznes ante la arremetida de un pelotón de soldados que lo
sorprendió cuando departía con varios compañeros de su organización. Los
muchachos se entregaron sin resistencia; Nicolás sabía que desde la boca del fusil se pronuncia la última palabra.
En la requisa, los militares encontraron, según el parte oficial, cinco presuntos
guerrilleros, tres pistolas, una granada casera y varios paquetes con propaganda.
Cuando salió esposado, Nicolás escuchó una voz perentoria de mujer: A ese,
sepárenlo de los otros, déjenlo por mi cuenta, yo respondo por él.
No podía creer que se encontrara frente a la mirada inexpresiva de unos ojos
grises que unas horas antes lo habían mirado con amor.
A medio día, Idalí lo visitó en su celda y en voz baja le dijo: Es una lástima,
Nicolás, esta guerra no nos deja alternativas, es verdad que te quiero, sí, pero no puede ser. Vas a salir de aquí esta tarde y deberás irte lejos, donde el ejército no te alcance. Hay orden de borrarte. Si yo no trabajara con el B2 de inteligencia militar, ya estarías muerto, porque querían entrar disparando. Vete, te quiero vivo, vete.
Nicolás se fue a México a operar como correo internacional de su organización.
Por algún tiempo sostuvo correspondencia con Idalí y después solo le llegó el
silencio.
Transcurridos cerca de dos años Nicolás regresó, se fue al monte, a su combate fiero.
Cualquier día los hombres bajo su mando se tomaron El Carmen; los ocho policías que guardaban el puesto se rindieron, cuando se quedaron sin municiones; en otra casa cercana al parque, se rindió también un pequeño grupo de paramilitares;
cuando sus hombres los llevaron a la plaza, Nicolás volvió a encontrarse con la mirada de los dos ojos grises que hacía tiempo había amado y que alguna vez le salvaron la vida.
A los policías, ordenó, quítenles los uniformes, las armas que tengan, pónganles ropa de civil y que se vayan. Pelearon con dignidad y merecen vivir. A los paracos, fusílenlos, es una infamia que estén aquí. A esa mujer, déjenla, ella corre por mi cuenta.
Cuando se vio cara a cara con Idalí, le dijo: Vete, es una lástima, ya no hay
alternativa, vete, toda guerra es perversa y lo primero que mata es el amor.
HERNÁN TELLO GÓMEZ
Sonson, Antioquia
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