viernes, 4 de noviembre de 2011

LAS YA CONOCIDAS EXPERIENCIAS


LAS YA CONOCIDAS EXPERIENCIAS DE LA MADRE MARÍA ANTONIA Y EL PADRE MARCO AURELIO

La pregunta que permitirá que esta historia sea el relato de los recuerdos que vivieron sus protagonistas debió surgir al desgaire y enmarcada en uno de esos instantes en que no se sabe qué decir; después del prolongado silencio que sobrevino al sexo vespertino de aquel domingo sin misa.
Marco Aurelio dejó de observarla desde la cabecera de la cama; cubrió su rostro con la almohada. María Antonia, rumbo al tocador coqueteaba con el espejo, abrochaba su sostén y, como si continuara la última frase de una oración, dijo:
–… Porque, según se sabe, somos la Especie más copuladora del planeta; la imagen de Eros está presente en nuestras vidas muchas más veces de lo que suponemos. Y aunque siempre has dicho lo contrario, formas parte de la Especie ¿verdad? A propósito, ¿Por qué no me cuentas acerca de cómo fue tu primera vez?–. Inquirió con desdén, ocultando su avidez por excavar en el pasado amoroso de Marco Aurelio.
–Amor…, sí. Pero también muerte… Especie copuladora y asesina como ninguna; eso somos–. Puntualizó con sequedad, mientras cambiaba de posición y arrojaba la almohada cerca a los pies de ella–. Pero no preguntes por mi primera experiencia; pregunta quién me inició en los  besos y te responderé que fueron unos senos los que me enseñaron sus fuertes, jóvenes y abrasadoras formas que terminaron en no se qué lugar cercano a un mordisco en el labio inferior, mordisco que me hizo retroceder con sacudidas de potro que escapa encabritado hacia el amanecer buscando aquel viejo portón que cuando el terremoto se vino abajo, y que entonces fue la casa entera la que casi se nos viene encima, afectada por las ahogadas carcajadas de Rebeca (así se llamaba esa mestiza de turgentes formas y carnosos labios) que se sentía morir con cada nuevo beso, y esa suerte de desmayo inevitable que sentimos por primera vez en nuestros quince años. Nuestras piernas desfallecieron contra la vieja alfombra verde que se bebió el ocre rojo que manó de su vertical sonrisa, junto a la tardía y dolorosa súplica de no dejarnos nunca y de no olvidar jamás. Esa fue mi primera experiencia, o al menos eso es lo que recuerdo de aquella tarde de domingo. Desde entonces la carnosidad de tan dulces labios son parte de mi nostálgico bestiario.
Ella abandonó el espejo desde donde lo escuchaba y miraba con atención, e hizo girar la butaca que soportaba su cuerpo dejando su espalda reflejada en él. Marco Aurelio no vio cómo los brazos de María Antonia se metían entre las mangas de la blusa; tenía la mirada más allá del espejo.
–Es bonito, ¿por qué no lo escribes?–, dijo ella con aire de satisfacción, de misión cumplida.
–¿Te parece? Eso haré algún día. Pero mientras llega, sírvete un tinto y cuéntame tu historia, ya que te encuentras más atrapada que cualquiera en este asunto… mi querida “veterana de todas las guerras”. –Sonó a ironía. En realidad su edad no excedía los 30.
–No tanto como supones. Y si te agrada, puedo decirte que me penetraron sin preámbulos…–Esperó y observó con perversidad el efecto de sus palabras.
Los ojos del padre brillaron, agrandaron sus órbitas; parecía estupefacto, su imaginación volaba sobre el plural del verbo penetrar, que ella usó.
–… Es decir: penetró sin antesala– Enfatizó la madre–. Era mi profesor de hagiografía y algún día se refirió públicamente a mí como un cálido universo por desarropar, lo que le bastó para sembrar la calentura en mis hábitos y, sin saber bien cómo un día cualquiera fui hasta su casa con algún pretexto y me los quité. Sus palabras sembraron vergüenza por esos, mis hábitos, que ocultaban un universo digno de ser descubierto, admirado y poseído por la humanidad. Ya desnuda su mirada me recorrió por entero con lentitud inversa a la rapidez con que su masculinidad despertó, mil manos me llevaron hasta su cama; luego fue el demonio tirado sobre mí, desplegando sus miembros entre mis entrañas y un grito de placer adolorido se ahogó en mi garganta. … Perdí la materia.
Años antes, Marco Aurelio, sin más preámbulo que unas breves palabras sobre las ropas que cubrían el universo de uno de los tantos cuerpos que estudiaba con detalle, había penetrado en una de sus estudiantes. La misma que acababa de sentarse a su lado, a quien con amorosa arbitrariedad le hizo perder la materia.


AUTOR: Hernán Bonilla Herrera

No hay comentarios: