LA BELLA DESPIERTA
Por: Iván Andrés Chávez
Unas zapatillas preciosas, como para vestir en un matrimonio. Adelaida apenas alcanzó a saborear la imagen, animada por una ola de gritos eufóricos y una bulla explosiva que arremetió el centro comercial, cuando implacablemente apagaron la luz de la vitrina.
Aparentemente los muchachos de la tienda de zapatos eran aficionados y no querían perderse ni un segundo del partido de fútbol. Ellos apagaron todas las luces del local, medianamente alcanzaron a activar las alarmas, y salieron corriendo con una emoción infantil, semejante a la que transpiraba Adelaida cuando de niña jugaba a la casita. ¡Qué emoción… y qué pena! Adelaida se quedó parada mirándolos alejarse como en el pasar de un siglo, mientras el sabor del sueño de las zapatillas ya no estaba en su boca; probablemente en su estómago ó más abajo.
Adelaida pasó saliva y siguió su camino. Tal vez aún podía encontrar una tienda abierta, para al menos comprarse algo. Había pensado ir esa noche al salón de belleza con su amiga Laura, pero esa noche ella le había salido con un compromiso; una cena ó algo así, o tal vez acompañar a su novio a ver el partido de fútbol. Sí, eso era. Conocía a Laura y sabía que era capaz de gritar ¡¡¡¡Gooooool!!! hasta agotar su respiración solo por persuadir los pensamientos de su novio. Tal vez Adelaida también sería capaz de lo mismo, pero nunca lo había hecho y menos ahora, sin saber para dónde ni porqué caminaba libremente evadiendo sus múltiples ocupaciones.
Entre las tiendas abiertas encontró una de extraños artefactos adelgazantes, una librería cristiana y muchas droguerías. Nada era una verdadera cura. De repente se antojó. Encontró una fila larga y demorada, seguramente vendían allí cosas maravillosas. Era una heladería. Hizo la fila y entre conos invertidos y bananas Split se decidió por una preparación que lucía deliciosa, se llamaba BELLA DURMIENTE y semejaba una cama de torta de helado de vainilla con una capa de arequipe, y sobre ella un juego de pequeños sabores variados. Desde la avellana hasta los frutos del bosque encantado. Desde el momento mismo en que tuvo el turno de pedir el helado, Adelaida se transportó a su infancia y a las miles de historias rosa que habían alimentado su imaginación desde niña, pasando por las películas, telenovelas de joven y los chismes y orgasmos de adulta. Su mente estaba dispuesta al juego y el helado era el rodadero que la deslizaría al disfrute máximo privado; esos disfrutes ella los conocía muy bien en medio de su soledad. Sonrío y soltó una carcajada.
Se sentó en una silla fría y olvidando sus tristezas se dejó llevar por la cuchara y saboreó el primer bocado de helado, como si fuera Javier o Carlos o Nelson. Todas esas ilusiones que habían llegado tan rápido a su alma como la imagen de las zapatillas… ¡Delicioso! Aunque así como se disolvía el helado en la boca, esas ilusiones se habían apagado prontamente, así como las luces del local. Incluso ella misma había forzado el interruptor apagando la luz en algunas ocasiones. Cuando se puso la cuchara fría en la boca, le congeló la encía y sintió un dolor profundo por esos momentos en que ella apagó el interruptor, solo por probar que Javier ó Carlos ó Nelson le insistieran una sola vez en mantener la luz prendida. Ella pensaba que era una prueba de cariño, probar la persistencia y el interés en su amor; esperaba una lucha como la del príncipe de La Bella Durmiente por rescatar su princesa. Lamentablemente siempre se había quedado esperando, ella terminaba las relaciones y los demás aceptaban y se iban… tan pobremente. ¡Cuánto daño nos hacemos con las novelas rosa!, pensó.
Gritaron “Gol” intempestivamente y hasta los que estaban en el baño del centro comercial se retorcieron de la emoción. En ese momento Adelaida sintió sin embargo la mirada de un hombre que a lo lejos la observaba de reojo, y sonreía… primero le dio vergüenza; probablemente estaba saboreando el helado con placer impúdico. Luego sintió que si fuera así, debía seguir haciéndolo… eso atraía a los hombres. Lo vulgar, lo barato, lo directo. Ella estaba completamente cautivada por el perfil del hombre que sonreía mirándola. Por fin alguien fiel a ella, firmemente atento mientras que toda la nación se volcaba sobre un televisor exhibiendo otra fantasía. Así que se pasó la cuchara de la forma más vulgar que pudo, hasta grotesca. Lo disfrutó hasta que con la lengua alcanzó a atajar un flujo de helado que casi se le cae por el escote y apenas si le cayó una pequeña gota fría en el seno izquierdo que la hizo retorcerse, despertar de su sueño al tiempo que el hombre siguió sonriendo mirando a otros lados. Aparentemente el tipo sonreía a todo o tenía un problema de parálisis en la cara. Rápidamente se justificó pensando que realmente ella no tenía experticia para comer de esa manera, no era su naturaleza. Se limpió la boca con una servilleta y suspiró.
Por cada instante de felicidad sueles tener que pagar unos diez de tristeza. ¿Es esa la proporción? Se preguntaba Adelaida, mientras con una cuchara trataba de recoger el máximo de helado, como lo haría si pasara la lengua suciamente sobre el plato de plástico, repasando cada borde para no desperdiciar ni una gota de esa emulsión mágica, que al menos era algo real, no una ilusión. Entonces, percibió otra mirada.
Autor: Iván Andrés Chávez
Bogotá.
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