viernes, 4 de noviembre de 2011

DOS CORAZONES ROTOS EN LA CIUDAD


DOS CORAZONES ROTOS EN LA CIUDAD

Arreciaba la lluvia sobre aquella vitrina que los separaba. Sin meditarlo mucho cruzó la calle para verse reflejada en aquel rostro que palidecía de frío bajo la lluvia intensa, sólo con la lumbre del cigarrillo en la comisura maldita de sus labios, lo único que no tiritaba era su corazón, que después de ser repartido en mil pedazos por cada rincón de Santiago de Cali era una ruina sin final. Le sorprendió verla llegar, zapatillas rojas que bordeaban con aire de encanto cada charco espantoso que atajaba sus pasos. Como un niño se dejó tomar de la mano, caminó las interminables calles para dar con sus huesos en aquel destrozado apartamento que le se serviria de albergue. Horas antes habia bebido la última cerveza de la noche con los amigos, reservando una minúscula fracción de su irremediable pérdida, el corazón marchito latió con alegria en el curso final de la despedida; al marcharse pidió aquel cigarrillo, pensando en las horas de soledad que estaban por venir. Aún asi decidió esperar la madrugada para ir finalmente a su hogar, quitarse las ropas humedecidas, tumbarse de cuerpo entero para ver las vetas de color almíbar del techo, en aquel cuarto, donde nunca pasaba nada especial. Pero el destino, siempre antojadizo, le deparó este regalo inesperado, la chica que cruzaba rauda los caudales sobres sus pies venia, nada menos, que a rescatarle de su miseria. Paracía sangrar a lo lejos aquel cabello rojo entre aguas, mientras cruzaba un aliento oscuro le detuvo de repente. Aquel chico temblaba, y no era por el frío, las manos perdieron fuerza al tacto concreto de su minúscula mano tibia. Como un ancla le llevo corriendo a buscar los techos incipientes, los pórticos abandonados, hasta llegar a aquella puerta de madera carcomida por los años. Subió las escaleras, contando mentalmente la cantidad de café que precisaba su anhelo, pero esta vez no bebería sola, había recogido un alma vagabunda que castañeaba los dientes como si fuese a dar su último respiro. La espalda menuda era señal de una belleza secreta. Ansió que esa mano no se separase de la suya ni un minuto, sin embargo, tuvo que hacerlo mientras giraba la llave dentro de la chapa. Nuevamente aquel contacto le devolvió el suspiro sostenido. Un cálido sofá rojo le esperaba. Al sentarse notó que dejaba rastros de humedad sobre la tela carmesí, igual al hermoso cabello de aquella chica. Ella encendió la boquilla para calentar el agua, mientras hervia se detuvo un instante para observar su nueva locura: el cabello le pendía mojado hasta el mentón, y una sonrisa tímida dejó ver los dientes de caninos mostrados sin violencia. Tuvo que dejarlo todo para sacarse las zapatillas mojadas, llevandose de su cuarto el edredón con el que cobijaba su humanidad tantas noches a solas. Al final el café terminó por hacerse solo en la imaginación, la ciudad no soportaba los corazones rotos fugados; en la oscuridad, los dos, aprendieron a repararlos.

Carlos Alberto Méndez Gracia

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