viernes, 4 de noviembre de 2011

Historia de Amor


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Tenía por encargo escribir sobre el amor.  Me asomé a la ventana tratando de hallar entre la gente una muestra de él. Todos andaban con rapidez intentando esquivar la lluvia. Nada llamaba mi atención. El mismo cuadro de todas las mañanas. Desde fuera alguien tendría la misma impresión al ver mi cuerpo sobresalir a través del marco de madera, en la misma posición e inmutable por completo.  Solía frecuentar aquel sitio muchas veces al día. Era una construcción vieja en cuya fachada se dibujaba un franco deterioro. Su dueño era un alemán que había viajado a los Balcanes con la intención de encontrar a su familia. Dos plantas conformaban la casa. En la primera de ellas se observaban unos muebles desvencijados y polvorientos. En la segunda no había nada. Reinaba un silencio absoluto que de vez en cuando era interrumpido por el chasquido que producían mis zapatos desgastados. Me apostaba allí con la esperanza de poder siquiera encontrar un rostro feliz en la lejanía que hiciera menos recurrente mi tristeza. Todos iban de un lado para otro con alguna consigna en particular. Veía rostros de diversa índole y condición; algunos llenos de preocupación, otros de soledad, de miedo, de incertidumbre, de falsedad, de dolor, de victoria, de enajenación, pero todos carentes de amor. Nada los sacaba de su rutina. Los que hoy viajaban tristes, el día de mañana con seguridad irían pletóricos de alegría. Así se la pasaban todo el tiempo, en una constante metamorfosis que iba y venía conforme transcurría el tiempo. Cuando me cansaba de observarlos, descendía al primer piso y daba una vuelta por el solar de la casa tratando de cambiar en algo la costumbre. Regaba las matas con dulzura, arrancaba los yerbajos, luego las aporcaba.  Al rato volvía al segundo piso y me asomaba de nuevo a la ventana con la convicción de hallar un panorama diferente. Recuerdo que la última vez llevaba mucho tiempo en una misma posición y la mirada lela. Sentía las piernas entumecidas y el corazón latía con lentitud intentando arrastrarme a un estado de sueño profundo. Tuve que esforzarme para no ceder al impulso de caer rendido por la inactividad. A pesar que me sentía inmovilizado, como sembrado allí y preso de las circunstancias; utilizaba la misma estrategia y con ello me bastaba para distraer la zozobra que amenazaba con destruirme: miraba con más ímpetu. Después de algún tiempo de insatisfacción y frustración pude ver al final de un sendero angosto un anciano que con esfuerzo intentaba sobrepasar un cerco de madera que daba a un jardín. Sus movimientos eran precarios. Una y otra vez intentó su cometido. Cuando al final lo consiguió, se quedó en pie un minuto pensativo contemplando una flor marchita. Luego se desvaneció. Descendí con rapidez para tratar de auxiliarlo y cuando llegué allí, no vi su cuerpo por ninguna parte, ni siquiera un rastro de haber sido desplazado por el piso. Me regresé cabizbajo y me ubiqué sobre la ventana. Al poco tiempo vi una extraña sombra entrar en la habitación y ponerse frente a mí. Me preguntó porqué buscaba el amor entre la gente, si todos se habían olvidado que existía.  O acaso no era suficiente lo que hacía poco había observado?. Me preguntó mi nombre y no supe que contestarle. Permanecí un rato pensativo y silencioso tratando de recordarlo. Solo sabía que mi nombre era la más universal de las palabras. Cuatro letras. Pero no pude descifrarlo. Luego me desvanecí asombrado y no volví a saber de mi existencia.

DANIEL AREVALO MORA
Bogotá.

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