Ramito de Violetas
—¡Yo era quien te envíaba esos detalles! Ahora puedes dejar de verme como a un demonio; no lo soy ni nunca lo fui. Sólo quería sorpenderte pero no tienes nada que temer ¡Era yo! Ya no tienes que ocultarlo. —le dijo su esposo tomándola por los hombros, como queriendo despegar sus ojos del cristal y hacer que reaccionara después de haberle confesado su secreto, que más que extraño parecía un imposible.
Pero tal vez porque el amor es riesgo, a veces se siente como un delito, donde la meticulosidad y el sigilo parecierán querer encubrir el crimen exhibicionista del alma. Por eso saber esperar era tan importante y él había aguardado durante tres años. Tres. Contados con la calma de un impaciente, sólo por saberla feliz así de cualquier modo, por vivir la dicha de este día y la felicidad de toda la vida subsiguiente.
Acaso también su mal genio y su carácter poco tierno fueran parte de su actuación para convertirse ahora en el hombre perfecto, el que es capaz de fingirse diferente en procuras de que su pareja conserve la ilusión y el sueño. A diferencia de lo que pensaba todo el mundo, él creía que era posible amar al mismo tiempo el amor platónico y el amor real. Ser leal y ser amante, ser compañeros de cama convencional y cómplices de pasión ocasional, ser uno frente al otro cada día, y sin embargo, ser anónimos enamorados.
Habían sido tres años de sonrisas reprimidas espiando la manera como su esposa enternecía a solas, abrazada a un manojo de secretos. Año tras año esperando cada primavera y cada nueve de noviembre para emocionarse viéndola a ella sonrojada, y compartir de lejos aquel júbilo silencioso y su prisa maliciosa para esconder las cartas quién sabe en qué escondrijo de la casa. Pero el tiempo que se espera al fin nos visita, con tal puntualidad que aunque anunciado, igual nos sorpende en la fuerza y duración de sus instantes.
Así, fría, sangró la tarde en la ventana hasta coagular la noche. Aquel era el día elegido por su esposo para contarle todo y seguramente llorar de amor, juntos, abrazados, y definitivamente inseparables. Ella, con el pómulo contra el cristal y el brazo extendido sobre el marco de la ventana, parecía estar soñando, imaginando nuevamente cómo sería aquel que tanto la quería: su pelo, su sonrisa, sus manos; tal vez ahora mismo reflejaría sus ojos a través de un cristal pensándola a lo lejos. Su esposo se le acercó seguro y altivo, y aunque un poco ansioso, la acarició y le dijo: “Amor, yo conozco tu secreto. Sé que te quejas de que nunca soy tierno, y sé que desde hace años crees tener un amante platónico que te envía flores y te enamora con cartas, poemas y detalles, sin revelarte nunca su identidad. Pero no temas, mi vida; escúchame: Yo soy quien te escribe versos, quien te manda flores por primavera, quien cada nueve de noviembre, como siempre sin tarjeta, te manda un ramito de violetas”.
Así, fría, como si desde hace tres años ella creyera serle infiel a su marido y al mismo tiempo se sintiera observada por él y lo sospechara en curso de comprobar su amor furtivo, ella no hizo un solo gesto. Como si hubiera vivido los últimos años esperando una escena de celos, o una pregunta capciosa, o una trampa para obligarla a quedar en evidencia; cualquier cosa para robarle su fantasía de amor de poeta, o de tímido aventurero, o de romántico ladrón de mujeres ajenas, ella no dejó ver sus sentimientos.
Así, fría, permaneció inmóvil, impávida entre el fuego interior en el que ardía su alma. Y no borró del cristal los ojos. Y no afectó su gesto de mujer distante. Sólo se abrigó, alzó los hombros y lanzó una respuesta despreocupada, una frase cualquiera, un punto final que no demostró emoción, ni sorpresa, ni nada.
—Cartas, versos o violetas, no pienso responderte o discutir contigo, porque sencillamente no sé de qué me hablas.
Nombre del Autor: Jacobo Alberto Reyes Godoy
Ibague.
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