LA CIUDAD, LA VOZ Y EL AMOR
En aquel pueblo todos hablaban. Si había un niño pequeño que no supiera modular palabra, simplemente rompía en llanto o reía a carcajadas, siempre queriendo ser el centro de atención; y si había ancianos que, impotentes como los bebés, eran incapaces de comunicarse por el lenguaje hablado, fuera porque lo habían olvidado o porque sus lenguas estaban cansadas de emitir sonidos, entonces también ellos rompían en llanto, aunque no con tiernas lágrimas –de hecho, sin lágrimas, pues los años se habían encargado de secar sus cuerpos-, o reían a carcajadas, con una especie de quejido salido de sus vientres, en nada comparable con la dulce risa de un niño, pero aun así se hacían notar.
Cuando transitabas las calles de ese pequeño pueblo, del que nadie había escuchado hablar –aunque no hacía falta, porque a los oídos de los pueblos vecinos llegaban las palabras en el viento, venidas del pueblo donde todos hablaban-, caminando con los pensamientos encerrados en tu cabeza, de pronto te cruzabas con las personas, todas sonrientes, que te saludaban cordialmente y te hablaban… de lo que fuera, pero te hablaban.
Pero eso cambió. Alguien calló.
La admirable cortesía con que se trataban las personas, la sonrisa amable y desprevenida con que la gente se cruzaba, las interminables charlas, todo eso era una trampa. Eso lo supo quien desde el silencio reflexionó sobre su vida. Vio que todos hablaban, todos querían comunicar sus sentimientos, pero aun así, nadie amaba. Se dio cuenta que de nada sirve expresar los sentimientos si no hay nadie que escuche, si el mensaje no llega a nadie. Vio que el egoísmo del hombre por querer hablar y expresarse siempre sin escuchar al otro, era la causa de la falta de amor.
Así que decidió callar y empezar a escuchar. Y fue él quien primero amó en el pueblo donde todos hablaban y nadie amaba.
Nombre: Santiago Marín López
Pereira.
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