viernes, 4 de noviembre de 2011

LA TAZA DE CAFÉ


LA TAZA DE CAFÉ

Estaba vieja la abuela, el estropajo encendido de su piel aullaba la pesada marca del tiempo, tenía unos dedos regordetes al final de unas finas manos rasguñadas por sus 79 años de edad. Tras amasar a siete hijos: tres mujeres y cuatro hombres, le quedaba la ceniza de su propia mortalidad adormecida sobre su cabeza, como un mapa de tesoros trazado con hilos de plata, estaban ahí inmortalizados: la ruta de los largos días de tedio, los rastros de los meses de alegría y soledad, la vida de cada frágil bostezo, cada rostro, cada gesto.
          Le decían “Mita” quienes la querían; su sobrenombre, era un trozo arrancado de la palabra “mamita”, un asalto a una “palabrota”, para hacerla grande como “palabrita”.
Para Mita, el tiempo se condensaba en el fogón de piedra, en el fondo de la antigua casa, en su cocina. Ahí pasaba sus tardes y sus mañanas, sentada haciéndole un honor a la calma, respirándole un precedente al afán; un trono a la pausa, al detalle, al silencio.
Caminaba a la tienda por las mañanas, recogía en su cantina, la leche de la esquina; en una vieja canasta, cargaba con los huevos que compraba, ahí también alcanzaban: un pedazo de carne para hacer un caldo, un par de papas, un ramillete de cebollas, un cuarto de queso. Así transcurría su vida, sin la agitación de sus viejas preocupaciones, con la meditada paciencia de los sorbos.
La noche atrapada en su vestidura, le dejaban el rostro y las manos con su claridad desnuda, la luz de la poca piel al aire, blanca y  resplandeciente, le hacían bullir a primera vista el gotero de días, el goteo de horas, el pedacito de cada uno de sus segundos, amontonados en un concurso de arrugas competitivas.
          Llegaba diciembre para entonces, cuando el primer sacudón pivoteó con sus neuronas y con la funcionalidad de la mitad de su cuerpo, los médico dijeron que era trombosis, un extraño taponamiento en el flujo de su sangre, en el fluir de su vida. El velo que pintaba la rutina se levantó entonces, dejo al aire libre las preguntas sin respuesta, la experiencia del cuerpo como una máquina pesada comenzó a ser la firma de un nuevo compás alambrado con el óxido de sus vertientes.
         
No volvió a pasar tardes enteras junto al fogón, dejó de hacer su caldo, su café de las tres de la tarde, sus caminatas diarias, sus conjuros contra el malgenio ajeno. Estaba ahí cuando la miraba de frente, amurallada detrás de su mirada que había dejado de contar historias, gritaba desde el fondo desierto que comenzaba a destejernos, a arrinconarnos, a pellizcarnos.
Me gustaba caminar, al igual que ella, avanzar por la ciudad marcando los pasos como plazos, como disturbios, como ecos.  Al final de los trayectos llegaba a su casa, compartíamos el sonido del reloj en la pared, el murmullo de alguna anécdota, alguna revelación de esperanzas. Miraba su cabello, miraba sus manos, miraba su alma. Me desplazaba por la casona cargada de pasado, abandonaba el presente, renunciaba al futuro, me quedaba ahí.
          Después del ataque de trombosis las palabras se hicieron esquivas, resbalosas como el jabón que usaba en su cocina, espumosas, explosivas. Llegué ese miércoles agitada por el calor que me apretaba después de un largo camino, me senté frente a ella, nos miramos como siempre: sin tiempo, nos miramos como siempre: sin prisa.
    
     Abuela, el día está nublado. - Va a llover mija, Llévese el paraguas.
     Abuela, ¿se tomó sus pastillas?  -Mijita, si me las tomé. ¿Usted ya comió?
     Abuela, ¿no siente el frio?
 –  Mijita, venga le preparo una taza de café.  
          Nos fundimos en la humareda de la taza astillada, redescubrimos en la cuchara de azúcar el delicado pendiente que vale la vida, intercambiamos sin tacto, nos confundimos sin voz, nos reconocimos en la frágil textura que regala por pequeños momentos el suave amor.


Esperanza Milena Torres Madroñero
Pasto.


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1 comentario:

Elkin dijo...

Que cuento tan hermoso. Felicitaciones