El destino de la gallina
No he podido olvidarla, a mis diez años ya conozco del despecho que cantan las canciones. Estoy como cuando mi mamá se fue quince días para el pueblo a visitar a mi abuela y nos quedamos mi papá y yo solitos. Solo me siento yo porque se fue mi profe de español, dejándonos en manos de la muuucho más vieja, muchisisísimo menos linda y también menos delicada Carlina, que ahora es mi nueva profe de español. Español es mi clase preferida, me gusta leer y vivir en mi imaginación todas esas historias que dicen los libros y que decía la profe que decían los otros libros que han escrito muchos señores y que no cabrían nunca en la bibliotequita de la escuela. En la escuela no había, ni hay, ni habrá, estoy seguro, profesora más hermosa que la señorita Ángela; ella llegaba y era como si saliera el sol después de haber llovido toda la noche. Por la noche pienso en ella y vuelvo a ver ese sol alumbrando mi cama hasta el otro día. Todo el día la miraban los otros profesores, su cabello negrísimo como las noches en el pueblo de la abuela, sus ojos eran dos tacitas de chocolate sin leche, su piel era el mismo chocolate pero con leche, la voz era como sus manos, una caricia. Nos acariciaba el pelo cuando perdíamos algún examen dándonos consuelo y ánimos (no se como podía tocarle el pelo a Miguel que lo mantenía pegajoso de echarse gel, pero así era ella), muchos ánimos para ganar el otro examen y lo decía con su voz de mango maduro, así de dulce. Le llevé dulces el otro día, unos chocolates (y han sido las monedas que mejor he usado en mi vida) de la plata que me daba para gastar en la escuela mi papá. Él, mi papá, era de los primeros que se apuntaba para las reuniones de padres de familia que citaba la señorita Ángela y así eran muchos papás, querían, mirones todos, deleitarse con lo guapa que era ella, lo nube de algodón, lo pluma de pollito, así de tierna, tanto que las mamás se pusieron celosas luego de que al mucho tiempo después fue que se dieron cuenta por qué era que a sus maridos les gustaba tanto ir a las reuniones, cuando antes le huían a ellas, total que yo no se por qué les han llamado “reuniones de padres de familia” cuando las que van siempre son las mamás. No solo las mamás, también las otras profesoras, las que son monjas y las que no, tenían envidia de ella, porque todos los profesores, los sacerdotes y los que no eran, los papás, y todos los niños la queríamos, nos iban bien en la clase de español, así a algunos no les gustara la materia. Así como me gustaba que ella me hablara, yo quería creer que era su alumno preferido y me daba celos con los otros, pues cuando me hablaba me hacía sentir como si yo fuera el único, le pregunté una vez en un arrebato de valentía o de amor, por qué era así. ” ¿Así cómo?”, así de buena profesora (como para enamorarme así como estoy, así como cuando pienso en usted y se me encendió la cara de la vergüenza al escuchar la voz de lo que no le dije), y me contestó que es que a ella le gustaba ser como hubiera querido que fueran los maestros cuando ella estudiaba. Cuando estudiaba, decía, los reglazos y los coscorrones eran los que educaban. Por ser así, es que ya no está con nosotros, ya no alegra nuestras mañanas con su presencia, no adorna los corredores del colegio con su hermosura, ya no somos los más importantes de la escuela, somos corrientes y comunes, somos un alumno más, un número en la lista de asistencia. Cuando llamaba a lista, me gustaba escucharla pronunciar mi nombre, escuchaba latir mi corazón, era lo mejor. “Mejor es que se vaya, distrae a los demás profesores, es demasiado bella dicen las madres preocupadas y las otras profesoras, podría ser un motivo de escándalo en el futuro, algunos profesores son sacerdotes y ella es una tentación inaceptable”, eso dijo mi papá que dijo el rector, que ya no aguantaba las quejas de las profesoras y las mamás. Le pregunté a mi papá por qué se había ido, que había hecho ella de malo y me dijo con voz de señor importante: “es que la belleza a veces es insoportable mijo”.
Se despidió de nosotros en el patio, triste ella, como un domingo sin sol, tristes tigres nosotros, como si nos hubieran quitado el sol, unas cortas palabras de adiós sin amargura, ni rencores y a mí se me salieron las lágrimas, a otros también, incluso a las profesoras que rogaban para que se fuera. Se despidió de cada uno de nosotros con un abrazo y llamándonos por nuestros nombres, mirándonos a los ojos como ningún profesor lo hacía.
Lo más triste de todo es que nunca le dije que estaba enamorado de ella, espero que cuando le haya dado mi abrazo del adiós, haya visto el amor en mi mirada porque la verdad yo he sido muy gallina para decírselo. Y los gallinas enamorados no tenemos futuro.
Alex Mauricio Correa López
Medellín.
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