Radioamelia
Me enfrenté a la muerte con siete años recién cumplidos y desde entonces no ha vuelto a molestarme.
Ocurrió con la llegada al pueblo de Radioamelia y de la mujer y los dos hombres que la trajeron. Habían alquilado la casa de doña Amparo, lindante a la de mi abuela Carmen, con quien desde hacía tres años vivíamos mi hermana Luisa y yo.
Llegaron cargados de artilugios extraños que nos tuvieron embobados la tarde entera a todos los niños del barrio, mirándolos a una distancia prudente. La mujer era quien ordenaba qué hacer y dónde poner todo aquello que traían. No mediría más de metro y medio y su cara de luna llena estaba entera picada de viruelas, y era fácil imaginar el picor que habría tenido que soportar. Pero cuando aquella mujer hablaba crecía veinte centímetros por lo menos y su piel se tensaba como la de una muñeca de porcelana. A los hombres que la acompañaban, sin embargo, apenas se les oía.
La noticia corrió como la pólvora: Radioamelia y Amelia del Valle habían llegado al pueblo para una buena temporada. Y con ella el concurso Buscando una estrella.
Distribuyeron los números entre los niños que nos agolpamos a las puertas de la casa de doña Amparo una mañana de nubes grises. Me tocó el penúltimo, justo detrás de Julita Sagrario, la hija de don Anselmo, el médico del pueblo.
“El mejor”, me dijo mi abuela por lo bajini; a mi hermana Luisa le dieron el tercero.
La magia de la melindrosa voz de mi hermana surgió para nuestro asombro del mismo receptor del que tarde tras tarde mi abuela y yo escuchábamos Ama Rosa (dirigida por Guillermo Sautier Casaseca) con el corazón encogido. Mi hermana cantó Pimpón es un muñeco como lo hubiera hecho una chicharra descarriada, pero a mi abuela se le saltaron las lágrimas y a mí me resbaló un hilillo de baba comisura abajo. Tres días estuvimos intentando convencerla para que cantase Un rayo de sol, o Tómbola, o cualquier otra de las célebres canciones de Marisol, que tan bien le iban a sus rizos dorados y a su piel de porcelana, pero mi hermana siempre fue muy suya. Decía que Pimpón le recordaba a mi madre.
Yo cantaría Campanera, mi abuela dijo que sin duda era la apropiada.
Llegó el día fijado para mi actuación después de muchos y muy largos, o eso me parecieron. No dormí en toda la noche, tarareando Campanera una y otra vez y otra vez. Lo hice con la cabeza cubierta por las mantas y casi en susurros, mi hermana dormía en la cama de al lado y lo último que pretendía era despertarla.
De madrugada entró mi abuela sigilosa en la habitación y me dejó la ropa preparada a los pies de la cama, incluido el pantalón gris de franela que picaba a rabiar y que era fuente de conflictos entre mi abuela y yo, pero allí estaba la cara de Amelia y sus agujeros y la ocasión bien merecía el sacrificio, así que accedí a ponérmelos sin rechistar.
Amaneció por fin. Media hora que se hizo eterna tuve que esperar a mi abuela comiéndome las uñas. Cuando por fin salió de su cuarto, mi abuela olía a Madera de Oriente y lucía su collar de perlas de dos vueltas. No cabía duda de que también era un día importante para ella.
Llegamos, de la puerta marrón de Radioamelia colgaba un papel blanco con letras negras: “Cerrado por defunción”. Cinco niños y mi abuela vestidos de domingo para nada.
Pero nadie de los allí congregados parecía tener intención de irse con la sola explicación que aquel triste papel que se había despegado de una esquina y amenazaba con caerse de un momento a otro, hasta que uno de aquellos hombres salió y nos dijo que Amelia del Valle había perdido a su padre aquella noche y nosotros nuestra oportunidad.
Los niños vestidos de domingo y sus madres se fueron yendo poco a poco, incluido Julita Sagrario, la hija de don Anselmo, que sí que cantaría una de Marisol a pesar de su melena negra azabache, y quedamos mi abuela y yo, cogidos de la mano todo el tiempo.
Cómo consiguió mi abuela convencer a aquel hombre, no lo sé. Pero sé que a la hora prevista mi voz de oro cantó a través de las ondas Campanera, dedicada a mi abuela y a Ama Rosa, por si me estuviera escuchando, como lo hubiera hecho el mismísimo Ruiseñor, o mejor.
Concha Montes Martín
Sevila- España
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