EL ARBUSTO EN EL MURO
A sus noventa años, había perdido el equilibrio y la fuerza en los músculos, iba subiendo poco a poco y con dificultad por los travesaños de la vieja escalera de madera hasta la parte superior del muro, desde donde se apreciaba a lo lejos la iluminación de una gran ciudad.
Allí arriba había germinado una planta que con el paso del tiempo se convirtió en arbusto, el único asomo de vida distinto a ella que había en la casa.
Siempre se exponía al caer la tarde, no había dejado de regar al arbusto en varios años y hasta hablaba con este como si fuese una persona, su única compañía en la vieja casona de enormes cuartos repletos de pupitres y tableros despedazados donde reinaba el olor a moho por cada rincón.
La última vez que subió la escalera, logró acomodarse en uno de los travesaños y comenzó a hablar así: hola Narciso, las imágenes me vienen desde algún laberinto de mi creación. Recuerdo aquellos ojos claros que se convertían en enormes portales por los cuales yo ingresaba en sueños a un mundo fantástico que me construí con todas las historias que solía inventar para pintar de colores la infancia de mis hermanas en medio de las dificultades, a fuerza de pintarme una infancia también para mí.
Tenía mi propio libro de cuentos por falta de dinero para adquirir libros reales, era un friso que guardaba en algún lugar del alma y desplegaba cuando jugaba con mis hermanas en las laderas de aquel hermoso paraje, bajo los mandarinos cargados de frutos rojizos que atraían toda clase de insectos y aves coloridas.
La infancia se fue como ráfaga pero el friso cada vez se hacía más grande hasta abarcarlo todo.
Un día me encontré con esos ojos de mirada profunda en el mundo real, entonces un estremecimiento me recorrió el cuerpo, era él, eran sus ojos, los que me habían mirado desde la eternidad, ¿por cuantos caminos nos habríamos perseguido?, fue entonces cuando conocí el amor, o por lo menos aquello que quise que fuera el amor, pero las circunstancias convirtieron mi sueño en un imposible lo que me llevó a desplegar una vez más el friso de cuentos que guardaba en el alma en donde construimos nuestro escondite perfecto, al que no regresé porque extravié el plano y por mi eterna manía de olvidarlo todo para protegerme del amor que ya me había consumido sin que lo hubiese notado a tiempo.
A su lado aprendí que el amor no requiere de la presencia física del otro y que se basta a sí mismo con pequeños instantes compartidos de vez en cuando.
Desde que nos conocimos tomamos la costumbre de acariciarnos desde lejos, de respirarnos en el aire no compartido, de mirarnos sin vernos rescatándonos en los ojos de los niños. Nos adivinábamos en el tiempo y nos encontrábamos en el pensamiento.
Así me construí nuevamente un friso para mi vida y cuando ingresaba en este, por un momento dejaba de existir en el mundo real para volar al mundo de las fantasías inacabadas por donde tomados de la mano caminábamos por la senda de una historia irreal, escribiendo una a una las últimas páginas del eterno libro de cuentos inconclusos de la infancia.
Recuerdo esos cinco escalones que tenía que subir desde donde se detenía el ascensor hasta su puerta, recuerdo el peso de mi cuerpo, el temblor en mis rodillas, el palpitar de caballo desbocado de mi corazón, ese primer contacto, el encuentro de dos pieles que se fundían en una…
Y absorta en sus cavilaciones se desprendió del travesaño mientras visualizó aquellos ojos de mirada profunda e ingresó como un rayo de luz por un estrecho portal hasta perderse en el mundo de lo irreal.
Al mismo tiempo, por la ciudad lejana que se divisaba toda iluminada desde la casona, se vio atravesar un destello de luz que se perdió en la inmensidad.
Días después, bajo el arbusto disecado y enredado entre los travesaños más altos de la escalera encontraron un friso repleto de historias e imágenes fantásticas, del cual nunca se supo su origen.
Nombre: Bárbara Yaneth Guzmán Ayala.
Facatativá, Colombia.
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