viernes, 4 de noviembre de 2011

Ilusión



ILUSION

Atravesó corriendo la cancha de microfútbol, en pleno partido. Era menudita, pero su cabello tenía el esplendor de siempre. Su cuerpo aún no se había desarrollado. Las chicas se desarrollan a cierta edad, nos explicó Amara, la profe de Salud. Yo no entiendo bien lo que eso significa, solo, que se trata de un cambio. Un cambio a más. No es que engorden, digamos que se amplían. Ocupan mas espacio, hacia los lados y hacia arriba. Como si antes fueran una simple semilla de maíz pira y después una espléndida palomita crocante. La melena resplandeciente ondeaba en dirección contraria a la veloz carrera. Pensé en una roca flameante surcando la noche. Fue una imagen repentina que me hizo desconfiar de mi cabeza. Pero el profe de español, enseñó, meses después, que esas comparaciones se llamaban metáforas. Al parecer, ya se les había ocurrido a muchísimos otros antes de mí. Lo malo es que, entretenido en la roca sideral, no me di cuenta del gran pase que me había hecho López, que me dejaba de frente al portero, con la posibilidad de liquidar el encuentro. El balón pasó de largo y me llovieron insultos y burlas terribles. O sea que gracias a ella compuse mi primera metáfora y me gané mis primeras ofensas.
Volví a verla una mañana cualquiera, al año siguiente. Su cuerpo, ahora, era sinuoso, como colinas suaves. Parecía más alta que nosotros. Se había desarrollado. Caminaba con pausa, sin fijarse en nadie. A su alrededor se formaba una atmósfera tibia y pegajosa. Cuando pasó a mi lado, un repentino calor recorrió mi cuerpo. Se sentó en el pupitre que ocupaba Hurtado, el que se retiró del curso porque a su padre le salió un buen puesto en la Costa. Qué envidia me daba Hurtado. Lo imaginaba en la playa cada tarde después de clases. Para mí, el mar es un universo lejano. Pero en ese momento me alegré por su ausencia: Claudia, que así se llamaba, ocupó su puesto. El mío estaba en la fila contigua, casi a la misma altura, solo un poquito atrás. Mi posición era privilegiada; me permitía observar las hebras doradas cubriendo parcialmente un cuello tapizado de vellitos transparentes. Y sus orejas. Nunca hubiera imaginado que me interesarían las orejas de alguien. Las mías son alargadas, las de Mesa están muy separadas de la cara y por eso le decimos Hojaldras. Las orejas son feas y retorcidas, y frecuentemente acumulan suciedad y gérmenes. Pero las de Claudia eran distintas. El lóbulo sobresalía un poquito entre sus cabellos sedosos. (La palabra lóbulo, lo aprendí en un dibujo del cuerpo humano del libro de Biología, y sedoso, en la etiqueta del champú que utiliza mi madre). Tenían un color entre blanco y rosado, como el del caracol de mar que tenemos en casa. Y parecían muy suaves, daban ganas de tocarlas. Me miraba, como si no existiera nadie más, y aunque su boca no se moviera ni un milímetro, yo sabía que me estaba sonriendo. Y sus piernas, recubiertas del mismo tapiz delicado del cuello, destellaban con la caricia del sol matutino. Cuando se inclinaba hacia adelante, para concentrarse en las explicaciones, la falda se recogía a la inversa y me permitía contemplar el final de sus muslos. Era una visión fantástica. Se me iba el tiempo esperando esos prodigios. Mi rendimiento académico se vino a pique. Abandoné los encuentros de microfútbol del recreo, para sentarme con ella en las gradas que conducían al preescolar, en medio de un manto oscuro de eucaliptos y pinos. Era su sitio preferido. Allí supe que no podía hablar. Me lo escribió en un papelito. Nos quedábamos junticos durante los 20 minutos del recreo. Su cuerpo despedía un calor perfumado, que después, en la noche, se metía en mis sueños. Siempre estaba pensando en ella. Y no eran suficientes las horas del día. Me sentía decaído. Se preocuparon los profesores, luego el coordinador, luego Magdalena, la psicóloga, y claro, mi madre. Magdalena me llamó a su despacho. Sus ojos eran grandes y verdes, como si acabara de ver el mar. Inspiraban confianza. “¡Pero mi rey, mira cómo estás!, eso es que estás enamorado, picarón”, dijo. Yo le conté todo. Hablamos un buen rato. Dijo que era natural a mi edad. “Eso nos ha pasado a todos”, dijo, y echó un gran suspiro. “Lo que no podemos permitir, es que descuides tus estudios, amorcito”. Qué bonita era Magdalena. Pero estaba casada con el larguirucho de Cajas, el profe de Biología. “Hablaré con tu madre. Dile que venga mañana mismo. Te voy a mandar a donde un colega para que empieces un tratamiento. Es simplemente para que puedas comer y dormir bien. ¿De acuerdo, cariño?”. En ese momento me gustaba Magdalena, mucho más que Claudia. Al día siguiente, mi madre fue a verla. Estuvieron encerradas en su despacho casi una hora. Sin querer, me enteré casi de todo lo que hablaron, mi madre es muy comunicativa. Magdalena quería saber cómo era nuestra vida y mi madre, encantada por el interés, se extendió en detalles. Según su opinión, nuestra vida es tranquila, pero se siente muy sola desde que no está mi padre. No se hace a la idea, y eso que han pasado muchos años. Magdalena le dijo que era normal que yo me empezara a interesar por el sexo opuesto, que estaba sufriendo cambios comprensibles. Mi madre me llevó al consultorio del Medico. Iba renegando, muy malhumorada. “Es increíble la poca consideración que tienes con tu pobre madre”. En la sala de espera, seguía riñéndome delante de otras personas. “Esto no va seguir así jovencito: te vas a centrar en los estudios, le vas a hacer caso a todo lo que te diga el doctor y punto”. Si mi madre hubiera sabido lo que le esperaba, se habría ahorrado la regañina. Resulta que Clímaco, el doctor, un señor algo mayor que ella, viudo, la encontró simpática. Empezó a visitarla regularmente y se casaron al año siguiente. Es decir, yo perdí mi primer amor y ella consiguió el último. Porque fui olvidando a Claudia poco a poco, y ella se dio cuenta. Empezó a venir menos a clase, y apenas me miraba. Me reincorporé a los partidos de los recreos. Un día subí hasta nuestra escalera, y le dejé una nota: “Hasta nunca, amor mío”. Nunca más la volví a ver. Clímaco, no es mi padre, pero me trata bien.”Mira amiguito”, me dijo, “lo tuyo no es nada grave, pero vas a tener que tomar la medicación todos los días, sin falta. Llevarás una vida normal”. Luego, en un tono mas bajo, me dijo: “Tranquilo, intentaré convencer a tu madre para que te cambie a un colegio mixto.  Las verás de carne y hueso”. 


Jair Alexander Dorado Zúñiga
Timbio, Cauca


.

No hay comentarios: