Su primera vez
Una gélida mañana de abril, hace treinta y cinco años, salimos a pasear. La emoción de estar juntos nos hacía disfrutar de la brizna que penetraba hasta los tuétanos y reíamos por cualquier tontería. Pero cuando estábamos pasando por frente a la casona de Santa Rita, me acuerdo muy bien, la tomé del brazo y muy serio le pedí la prueba de amor. ¡Qué iba a imaginar que en ese momento, le pedía lo que le pedía a la futura madre superiora de la congregación de monjas a la que hoy pertenece!
El resplandor de la batalla que produjo en su interior mi sorpresiva propuesta, encendió su rostro. Ella que era de carácter alegre, casi ruidoso, con la cabeza inclinada estiró las mangas del saco hasta esconder las manos como pequeñas tortugas que se encierran en su caparazón… Y seguimos en silencio, oyendo nuestras pisadas sobre la hojarasca. Las veraneras de flores blancas, moradas y rojas, ansiosas por la respuesta, se aglomeraron curiosas encima de las tapias de adobe que rodeaban las haciendas.
––¡No esperaba esa clase de propuesta…, menos hoy Viernes Santo! ––dijo por fin.
La llovizna arreció. Ella apuró el paso y yo también.
Encerrada en sus propios pensamientos, no logré sacarle una sola palabra más durante el recorrido. Ya en la puerta de su casa sin mirarme, como si hablara con el viento, volvió a decir:
––El domingo, después de la misa de nueve, tendrá su respuesta. ¡Adiós! ––y sin esperar siquiera mi “adiós”, cerró la puerta.
Los nubarrones, que desde hacía rato amenazaban tormenta, comenzaron a rugir. Al entrar en mi casa, a dos cuadras de la de ella, un relámpago dio paso al aguacero.
El domingo, faltando diez minutos para las nueve de la mañana, llegué a la iglesia con mi familia y ocupamos el lugar de siempre. A las nueve el templo estaba repleto. No la vi llegar, pero sabía que ahí estaba, aún sin verla, presentía su presencia. Sin lograr concentrarme en la misa porque el engranaje de mi cerebro estaba acelerado, fui el primero en abandonar el templo apenas terminó la ceremonia. Era tan grande la concurrencia aquel domingo que no pude verla salir. Entonces comencé a buscarla en el atrio por entre vestidos de tonos alegres…, camisas de colores…, sombreros de diferentes estilos…, pañoletas de colores vivos…, cachuchas y sombrillas para el sol…, hasta que por fin: sus rizos del color del trigo…, sus ojos vivarachos…, estaba parada al lado de su padre que junto con el mío y con otros y otras no paraban de palmear acompañando un pasodoble que interpretaba la banda municipal. El azul celeste, el Sol radiante, los voladores de cuatro y cinco explosiones, el repicar de las campanas y la música, daban al espíritu la sensación de una esperanzadora resurrección.
Nos miramos y… ¡Ya!… Sobraron las palabras. Tomados de la mano comenzamos a bajar los escalones del atrio, como si estuviéramos saliendo de un cuadro primitivista de Román Roncancio. Nos alejamos lentamente, luego, apretamos el paso y al doblar la esquina, sin soltarnos, corrimos. Las notas de los clarinetes y de la tuba, los golpes del bombo y de los platillos se oían cada vez más lejanos. Nos detuvimos frente a la misma casona. La Casona de Santa Rita. Nadie solía pasear por esos alrededores maravillosos, solo el viento, pero estaba entretenido jugando con los frutales.
Buscamos el nicho de un portón desusado que debió ser la entrada principal centenares de años. Temblorosa me pidió que lo hiciera con cuidado porque era su primera vez. Le comenté que yo era un hombre ducho en las artes del amor, pues antes lo había hecho dos veces y…, apreté mis labios contra los de ella por dos eternos segundos. ¡Eso duró su primera vez, dos segundos! Felices emprendimos el regreso mientras los voladores seguían explotando en los aires.
¡Siete años tenía ella, ocho tenía yo!
Autor: José Tomás Castro R.
1 comentario:
Muy bueno este cuento. Lo recomiendo. Me pareció agradable de leer.
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