viernes, 4 de noviembre de 2011

DESPEDIDA


DESPEDIDA

En una fila cotidiana, la de un banco, una notaría, o un supermercado, es de agradecer, que alguien nos permita adelantar un puesto. Pero ésta es la fila de abordaje para un vuelo transoceánico. No es algo de todos los días. Es una fila penosa. Quiero agotar las esquirlas del tiempo que me queda; migajas de segundos desperdigados en el aire. Dejo pasar gente que no sabe si el gesto es una cortesía, o un perjuicio. Sus miradas, aguadas por despedidas  frescas, no albergan, siquiera, una lejana expresión de gratitud.
Al final, me llega el turno. Recorro el túnel lóbrego hacia el interior de la nave. Qué remedio. Un rato después, el aparato se mueve con cierta torpeza sobre la pista. La tierra no es su medio natural; es una bestia del aire. Sin embargo, la maquinaria, poseída de repente por un ímpetu salvaje, agota en un santiamén la distancia apropiada y despega con determinación. Es en ese momento, cuando me asalta definitivamente la certidumbre de estar viviendo la vida de otro, la vida de alguien que disfrutaría este confinamiento aéreo. Si el avión sufriera una avería y se precipitara al océano, indiferente y profundo, no moriría yo, si no ese otro, al que le he usurpado el cuerpo, al que no lastima en lo más mínimo dejarte allá abajo, tras el cristal de seguridad que separa a los acompañantes de los pasajeros. Allí, donde tu mano se hace diminuta y se sacude frenética, entre un agitar anónimo de palmas y dedos que dicen: “¡Adiós!”, “¡Vuelve pronto!”, “¡No te olvidaré!” Los dos sabemos que son palabras que se dicen por decir. Nos  olvidaremos. El tiempo no es un buen cómplice. Es sustancia caustica. Dos años, son muchos días. Cuando vuelva, seremos otros. Tu y yo, no seremos más tu y yo. El seguro de la aerolínea no cubre el riesgo del olvido.
Y allí te quedas, de pié sobre el pavimento abrasado por el sol de julio. Contemplarás el avión, frágil y pequeño, casi triste, que se debate entre nubes grumosas, como una estampa lejana, pegada sobre un azul tenue y melancólico.
Mi viaje es un armazón metálico impulsado por un motor estrepitoso. Parece mentira que esto pueda volar. Que una cosa tan fea vuele, es casi obsceno. De todas maneras, yo estoy inmóvil. Y pienso. Llego a la conclusión de que esa fila, era la fila de los condenados; tarde o temprano nos llega la hora, así que no tiene importancia que alguien nos ceda su lugar.
El murmullo tóxico del motor no impide que te recuerde, una y otra vez, bajando de un taxi destartalado, frente a la Catedral iluminada por azules teatrales. La imagen ya no es grata, y se torna recurrente. Martilla mi mente, y me anuncia la locura. No lo soporto. Mientras vuelo, sobre un monólogo de aguas verdes, tú estarás abandonando el aeropuerto. El tumulto de acompañantes se dispersa. Tal vez, en el mismo instante en que una vehemente turbulencia sacude el aparato, tú subes a un taxi que te llevará a casa. Empiezas a ocuparte de otros asuntos; debes corregir unos exámenes, acompañar a tu madre. Comprarán unas cosas que hacen falta en la cocina, y si sobra tiempo, irán al cine. Se lo prometiste hace días. Me empiezas a olvidar, sutilmente, como la mancha de humedad que trepa por las paredes de una casa abandonada, en medio del monte.
Es injusto vivir la vida de otro, la que no quiero, la que odio. Odio separarme de ti; odio empezar a borronearme en tu memoria. El mismo viento que logra el prodigio de levantar las alas del pájaro artificial, zumba en mis oídos. Tu ausencia me ahoga, como si unas manos invisibles se empeñaran en estrangularme.
Entre los pasajeros, una mujer joven, no para de sollozar. También le han robado su vida. Los rostros, medio ocultos por los asientos, muestran semblantes torturados. El avión está repleto de gente substituida. Somos un saldo de proscritos condenados. Nos han robado la ilusión de respirar. La aeronave debería dirigirse directamente al sol, donde se consumiría como un grumito insignificante. Seria lo justo. Pero en lugar de dirigirse hacia la llamarada circular,  se enfila hacia un mundo real, y a la vez postizo, donde me voy a apagar, donde tu cariño y  abrazos, no tienen potestad. Océano cruel e indolente. “¿Se encuentra usted bien, Señor?”, me pregunta una azafata. “Muy bien”, respondo, y aprovecho para apartarla de mi camino con un empujón. No consentiré tanto dolor, y tanta ausencia. En medio del tímido alboroto que se empieza a levantar, (pobres incautos, no saben lo que les hacen), me planto, veloz, frente a las puertas entreabiertas de la cabina. Los pilotos me miran con cara de asombro. No alcanzan a reaccionar. Mis golpes son certeros. Cierro las puertas. Afuera, los inocentes gritan de espanto. Deberían gritar de júbilo. No comprenden que los estoy liberando de una vida impostada, huérfana de amor. Rápidamente encuentro el mecanismo preciso y lanzo el avión hacia el vacío. Te veré pronto, amor mío.


AUTOR
NOMBRE: 
PABLO SEBASTIAN LATORRE DORADO

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