viernes, 4 de noviembre de 2011

“Botas rojas de falsa piel de serpiente”.


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Botas rojas de falsa piel de serpiente. Labios rojos. Manos rojas. Las palabras que salían de su boca, también eran rojas. La frente recostada contra el cristal, en un taxi al centro, para ir a escuchar una banda que te gustaba. Los hombros tensos, el cuello levantado de la leñadora; no hace frío... Te arrellanas un poco en el asiento; manos blancas y pequeñas, ojos hundidos. Palabras, pequeñas y rojas, como una pasta derretida al sol, dejadas en la ventana. El piloto te vigila por el retrovisor (baja el volumen de la radio). ¿Recuerdas cuántas veces pasó lo mismo? Está bien, no puedes evitarlo, no es tu culpa. Al menos esta vez no llueve. Escondes tímidamente el labial en tu mano. Ya se borran. Sencillamente no puedes evitarlo. Calles abarrotadas. ¿A dónde van todos con tanta prisa?... Las bombillas intermitentes de los teatros. Grandes títulos en letras doradas. El ruido de los pitos. El sonido lejano de la radio. Las sirenas de neón nadando en las copas de Martini. ¿Estás bien? Sí, sí, bien. El país era una mierda, había un presidente, corrupción, bla, bla, bla. Sé cuánto te gustaba escribir en los muros. En los espejos de los baños de los bares, y en la tela verde de las mesas de billar; así como en los parabrisas de los autos. Eran como mensajes. ¿Para quién? Se me acabó el labial. Podrías, tal vez… Claro. ¿Por qué labial, por qué no carbón?, no sé, no quiero pensar. Raspaste el fondo con la uña de tu índice para escribir la última letra. Me pregunto si algún día te quedarás sin palabras. Leche. Pan. ¿Jamón? Cuatro labiales rojos. De los económicos, por favor. No tienes por qué recordar nada de esto. El sexo doloroso, la punta de tus dedos, las obscenidades que escribías en mi espalda, los rayones en mi cuello. Sí, sí recuerdo, pero ahora no importa. Vamos al caballo de luna, a escuchar una banda que te gusta. Dos trenes chocaron en el norte. Salió en las noticias. Tiempos de mierda. Ya nos emborracharemos. El aire nos deja vacíos. Ahora no importa. No sabemos a dónde ir. Me gustaba pintarte los labios, lamer uno a uno tus dedos y el agujero violeta. Ya no importa. Tu dibujabas flores en los mordiscos que tenía en mi costado y decías que todo esto, esta hambre, esta necesidad, algún día podría separarnos; no había por qué hacerse expectativas de ninguna clase, así era mejor, ¿bien? Tirados sobre la hierba fresca de abril en el cementerio, escribías en las nubes. ¿Te importa creer en algo? No, no, para nada. Ahora me tomo el muslo derecho, aún duele. No es tu culpa. Ya no quiero ir a ninguna parte. Perdón, sé bien que dije que sí, pero no, no puedo, es, resulta ya difícil…, no sé si entenderías, es difícil de explicar. Te busco. Y no tengo nada. Excepto estas palabras gastadas que olvidaste en el taxi. Jack y Neal van a estar ahí, vamos. No quiero, ¡maldita sea! Odio todo esto. No es tu culpa. Viejito afeminado, déjame rasurarte la barba. ¿No sientes cómo tocas las cosas, pero de repente se alejan? No entenderías. Debe haber algo más. No puedo quedarme. Te gustaba escribir en mi panza esas cosas tuyas sobre los tambores y áfrica y los negros con los penes enormes, y decías con tono burlón, besando mi ombligo: ¡YO SOY Paul Verlaine, el poeta!, vi tantas hojas desmayadas en callejones. Reía. Las palabras se mezclaban en otras. Tenías esa mueca de maldad. Te amaba. Sudábamos. ¿Te duele? No, un poco más..., por favor. Me decías sólo para herirme que te irías, entonces besabas la herida de revólver en mi muslo, ¿te acuerdas? No fue tu culpa. Ahora en el caballo de luna suena la banda. Está bien. El irlandés de la barra me sonríe de forma maliciosa. Viejo hijo de puta, pensará. Otra vez a emborracharse por ausencia de métodos más civilizados. El caballo de luna es la taberna donde van a beber los jockeys del hipódromo. Estos hombrecitos diminutos como gnomos, con sus trajecitos de colores chillones. El irlandés me vigila. Otra vez el hijo de puta. Yo era tantas cosas. Yo fui tantos hombres, y sin ti no soy nada. Mi chica de botas rojas de falsa piel de serpiente. Palabras rojas... ¡Viejo maricón! Viejo torpe. Otra vez a emborracharse. No eres nadie. Esta es la primera cerveza, mientras paseo la mirada por el lugar. Neal y Jack van a estar aquí. No, no puedo, no puedo, tengo que irme, lo siento, es difícil, te voy a echar de menos… Se va a poner ebrio hasta el cuello como cada noche; es un viejo de mierda. Holly no quiere que le venda cerveza, ya sabes lo que pienso yo de eso. Ella quiere que le de una buena golpiza y lo eche a la calle. Eso hicimos. Se puso a perseguir a los jockeys por el bar, gritando no sé qué cosa, y arrojándoles las sillas. Ebrio. Se le colgaban de a seis por el cuello, uno en cada pierna le mordían fuerte las pantorrillas, a todos los mandaba al diablo. Aullaba que él era, que había sido. Entre los chicos lo sacamos al callejón y le dimos de patadas para calmarlo. La verdad es que sangraba un poco. Nada serio. Ya estoy acostumbrado a ver esto todos los días. 

El viejo se miraba las manos, rojas de sangre y repetía una mierda como: Yo era Paul Verlaine…, el poeta, vi tantas hojas desmayadas en callejones. Yo era Paul Verlaine; no soy más que un mendigo. No soy nada... Cuando vi que se quedaba dormido, les dije a los chicos que ya estaba bueno. Entramos. Él se quedó ahí.        


Nombre: Julio Alberto Balcázar Centeno.
Popayán

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