Fuimos Gigantes
La noche se nos precipitó en la montaña. El abrazo no se deshizo ni un solo instante durante el sueño, tras la contemplación del paisaje infinito. En el amanecer todo lucía diferente: eran nuestros cuerpos los que reflejaban la inmensidad, proyectados en el panorama que se hacía diminuto ante sus figuras. Recibimos la mañana siendo gigantes.
Parecía el sueño de un dios. Yo con este amor tan grande, y tú, con tus deliciosas abundancias. Tus senos parecían extensiones de la montaña misma, salvo que, mezcladas con la tersura de las nubes y el cielo. Tu rostro, al parecer todo el horizonte, hacía irrisoria la belleza de la tierra. Te veías como un universo, en el que no podía dejar de gravitar mi mirada.
Hicimos el amor; se estremeció la montaña. Tus gemidos parecían voces de Valquiria[1].
Pensamos en volver... ¿Éramos seis o siete veces más grandes? ¿A dónde iríamos? Observé en tu mirada el desconsuelo. Un largo beso te devolvió la calma. En el fondo, siempre quisiste ser así: inmensa. A mí me costaba controlar los delirios de grandeza. Nos tomamos de la mano e iniciamos el descenso.
¿Cómo reaccionarían los demás ante nuestra presencia? Lo único que deseaba era defenderte, incluso, a costa de mi propia vida. Mis celos eran tan intensos como la fuerza física que sentía. Tu imagen era tan imponente que la quería solo para mí. Te cubrí de pies a cabeza, con mantos que encontré en el camino. Yo me vestí de pieles.
Al alcanzar la carretera mis sospechas se hicieron reales. El primer hombre que nos descubrió, de inmediato lanzó su mirada hacia ti. Estaba ebrio. Su lujuria se hizo alucinación ante tu cuerpo, a pesar de estar cubierto. Mi sangre efervecía. Pensé en descargar un golpe funesto sobre su rostro, que quizás lo mataría, pero tu mano aferrada a mi brazo, me devolvió toda la serenidad que mi espíritu necesitaba. De nuevo, la contemplación de tu rostro en una negativa me inspiró belleza. Guardé la ira en mi interior, a la espera del encuentro de nuestros cuerpos. Te llevé de nuevo a la montaña.
Una vez más leí tu desconsuelo. ¿Cómo viviríamos? La contemplación de la naturaleza me reveló de inmediato la respuesta. Un beso más largo que el anterior, marcó tu sonrisa. Deseé que fuera eterna.
Caminamos hasta que perdimos cualquier rastro del hombre. El camino nos revelaba en el andar santuarios que orientaban el rumbo. Los animales acudían a nuestro encuentro, como si pudiesen sentir el amor que irradiábamos. Leí tu cansancio; el rumor lejano de una cascada apaciguó el mío.
La imagen que se abrió ante los ojos, fue la esplendida manifestación de lo sublime: llegamos a una caída furiosa de agua, quizá a la medida de tu ser y el mío. El follaje era esbelto, y los aromas declaraban poesía en el andar. Tras la cascada, la entrada a una gruta inmensa nos hizo pensar en el vientre de la tierra misma. Los pensamientos se cruzaron sin mencionar palabra: aquel lugar sería el perfecto hogar.
Tu desnudez llenó de envidia a la naturaleza. El agua corriendo por tu cuerpo, era néctar de la belleza infinita. Me llevaste con firmeza al lecho que improvisamos en el interior de la gruta. Nos entregamos al amor, tal como pudiesen haberlo hecho Adán y Eva, sintiéndose poseedores del paraíso. Una y otra vez bebimos de nuestros cuerpos lo necesario para apaciguar la sed. Nuestras pasiones hicieron el banquete perfecto de la hermosura. Finalmente, nos quedamos dormidos, con la ilusión de ser uno solo, en el sueño de Dios, esperando su despertar.
Datos Personales.
Juan Carlos Carvajal Sandoval.
[1] Cada una de las divinidades de la mitología escandinava que en los combates designaban los héroes que debían morir.
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