EL AMOR, UNA EXTRAÑA COM - PASION
Parecía increíble que una mujer como Virginia cambiara así de un día para otro. Se dispuso a la tarea de encontrar al hombre de su com-pasión. Sabía que dentro de su edad era un tanto difícil conseguirlo, pero recordó aquella máxima que su padre repetía frecuentemente cuando ella era niña: “Todo en la vida tiene un esfuerzo y un precio, hasta el amor”.
El reloj marcaba la hora del crepúsculo, salió a la calle y tomó un taxi rumbo a la mejor viejoteca de la ciudad: “Viejos Recuerdos”, decisión impensable en su época de juventud. Allí unas parejas tomaban whisky, otras ron o cerveza, al son de la música de antaño. Al escuchar el verso de la canción “Yo también tuve 20 años”, dijo al entrar: “pero ya se fueron hace muchas décadas”, en un tono nostálgico y a la vez con profunda rabia por el tiempo perdido. De repente vio a un hombre de unos 50 años aproximadamente, quien se hallaba solo, en un rincón del cabaret. Se dirigió hacia él y de entrada le dijo: “Aquí estoy yo, aquella que tanto ha esperado. Soy Virginia, ¿me recuerdas?
-No lo sé, sólo sé que esperaba alguna virgen en esta noche.
Las luces de colores rayaban sus miradas. Sebastián observaba con atención su cuerpo voluptuoso pero perfecto para su edad. No hubo reparos, ni podría haberlo, cuando en la primera vez se desea y se acepta complacer el uno al otro. De seguro que si en el futuro vivieran los dos sería diferente por la monotonía de la vida y el deseo de los hombres mayores por la piel fresca y nueva.
No se extrañaban. “Siempre me imaginé encontrar en la soledad a una mujer liberada de prejuicios, de mezquindades y de recelos”, dijo el hombre. “Por ello no acostumbro a salir con muchachitas de 15 ó 20”. Prosiguió: “La experiencia me ha enseñado que cada uno es quien se fija su propio destino de felicidad o desgracia en el amor. Gracias a los tropiezos que yo he tenido, por ejemplo, soy quien soy. ¿Y tú como la ves?”.
-Lo mismo digo yo, aunque a estas alturas no me gusta hablar de fantasías, eso fue en la juventud. Ahora vivo de realidades aunque no tenga la experiencia que tienes tú. Y entre los dos no puede haber ilusiones ni falsedades, ¿verdad? Acepto el amor y la amistad como son, con sus fortalezas y debilidades.
Así continuó esta breve conversación hasta llegar al tema del sexo. Virginia había vivido en su casa como en un monasterio, alejada del mundanal ruido. Pero en esta noche de súbito todo había cambiado. Y entre copa y copa se iban despejando los sentimientos. Él le habló de sus amigas y furtivos amores; ella, de su familia y continencia. “Al fin y al cabo, la soledad de hoy es el precio del ayer”, terminó diciendo en tono nostálgico.
-Pero nunca es tarde para ser feliz –dijo Sebastián. Así sea por una hora o un segundo en la vida.
Una balada despertó el espíritu erótico. Los dos cuerpos abrazados con estrechos movimientos rítmicos provocaron en él un orgasmo precoz, como si fueran quinceañeros. Con los juegos de luces los dos enamorados veían estrellas sobre las cabezas de las otras parejas de baile. Y en un santiamén ocurrió lo inesperado, Virginia, salió corriendo sin dirección alguna y mientras llegaba a la calle se iba desnudando, como pervertida o loca. Entre tanto, Sebastián quedó estupefacto, pálido, sin respiración y de momento cayó al piso. Un agente de seguridad, corrió tras la señora y la devolvió al bar, creyendo que ella era la culpable de la muerte del hombre, quien yacía en supina, inmóvil en medio de la pista.
-Tú eres la responsable de la muerte de este señor, un pastor de nuestra iglesia –le dijo con rabia.
Ella, semidesnuda, alzó al hombre entre sus brazos y se lo llevó para un cuarto de luces intermitentes. Al cabo de treinta minutos, el hombre fue despertando de su sueño erótico y ella quedó luego en una irresoluta vigilia.
Por la expresión de este acto, las demás personas del bar se prestaron a imitar tal aventura, sin importar que fueran conocidos o no, con su pareja o con otra y dieron rienda suelta al eros que cada uno guarda en su corazón. Toda la multitud acabó por entender que el amor es la única aflicción que alarga nuestra muerte, porque nadie quiere morir vibrante de felicidad entre terremotos y estrellas.
Pitalito.
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