miércoles, 2 de noviembre de 2011

AMOR COLEGIAL


AMOR COLEGIAL


Todos los sucesos de mi vida son susceptibles de ser olvidados. Mi mala memoria se ha permitido echar al olvido  gratos  momentos, personas, objetos y  debo reconocer,  algunos sentimientos. Pero  su nombre: Magda Lucía Perdomo, parece haberse quedado guardado en la caja negra del avión de mis recuerdos.
Y no es solamente su nombre, o sus grandes ojos tímidos, redondos como dos gotas de chocolate espeso, las imágenes  que me mantienen ligado a su recuerdo. También el hecho de que desde la primera vez que la vi entrando al colegio, supe con resentimiento que nunca llegaría a tenerla conmigo.

Esa mañana llegó tarde, igual que yo. Creo que ser impuntual me ha dejado mejores experiencias que las de mis amigos obsesionados con el tiempo. Estudiábamos en una institución educativa humilde, adornada con árboles de mango en el patio y con una cancha de microfútbol sin cementar, donde los días de lluvia jugábamos a embarrarnos en los charcos de agua empozada. Nos hicieron esperar en la entrada durante quince minutos mientras llegaba a registrar nuestro retardo la coordinadora del colegio, una mujer radiante en apariencia pero con voz inquisidora. 

En esos quince minutos mientras esperábamos, Magda se sentó frente a mí con sus grandes ojos recién despiertos. Me llamó la atención su cabellera de carbón, larga y empapada que se acomodaba en una moña improvisada, con una pasividad que daba la sensación de verla en una de esas películas donde las mujeres bellas se mueven en cámara lenta.

Tuve una necesidad urgente  de hablarle, pero a mis diez y seis  años me asaltaban los complejos propios de un adolescente con el rostro invadido por el acné. Así que me detuve a dar vueltas pensando en la forma en que la abordaría. Le diría por ejemplo, que aunque yo no creía a Dios culpable de los destinos del mundo, al mirarla por breves segundos, era innegable la presencia divina en su rostro esbelto.    Después, me acercaría con la excusa de pedirle prestado un lapicero para firmar el libro de retardos, y si fuera el caso le ofrecería mi espalda como apoyo para que hiciera su rúbrica junto a la mía y así ganarme por completo su aprecio.  

No obstante, todos aquellos planes, las tretas y los discursos inteligentes que había planeado pronunciar para llamar su atención, y porque no, robar su corazón para que levitara de amor junto al mío, se desvanecieron de golpe cuando John Jairo, uno de los estudiantes populares, reconocido por su gran historial en el observador del colegio a causa de su altanería y mala conducta, pasó frente al corredor de espera y se detuvo a adular a mi compañera de retraso.

 Por primera vez -debo admitir- los ojos de Magda me inspiraron tristeza. La mirada coqueta que le ofreció a John Jairo en respuesta a sus piropos, derrumbó el castillo de naipes que en mi mente había construido. Vaticiné la pérdida de su amor que realmente nunca fue mío. Ellos se volvieron novios, él la dejó luego, y yo, durante ese único año en el que ella estuvo en el colegio, me convertí en el fiel seguidor de sus ojos colosales y de su largo cabello negro.

 POR:

LEONARDO ORTIZ FRANCO

No hay comentarios: