viernes, 4 de noviembre de 2011

UNA VIDA IN-FELIZ


UNA VIDA IN-FELIZ
Se levantó trabajosamente de su cama con la misma punzada lumbar que lo venía acompañando desde hacía ya 7 años, pero esta vez notó algo distinto… supo que ese día moriría...
Desempolvó el único traje que pudo comprar en  su vida y que sólo utilizaba en ocasiones especiales; tomó una ducha con la precaución de quien sabe que en cualquier momento su alma se le escapa volando; se vistió con el cuidado y la especial minucia de quien se prepara para su primera cita y salió de su casa con una gran sonrisa no sin antes permanecer 123 segundos observándose directamente al espejo. Repasó cada una de las arrugas de su rostro, contó 89 canas y permaneció 38 segundos deleitado en sus ojos… estos siempre permanecieron jóvenes. Con algo de dificultad, caminó las calles con la frente en alto superando obstáculos que ahora se hacían más difíciles sin el bastón que durante años se había convertido en una extensión de su brazo derecho.
-Hoy no lo necesito –pensó al abandonarlo en el rincón en el que siempre reposaba. Caminó dos cuadras hasta la esquina en la que tomó un jurásico transporte público que lo llevaría hasta la casa de su primogénita. Llegó a la casa de su hija, atravesó el jardín y observó, como un espía, por la ventana. Ella se encontraba sola en la sala leyendo un libro. La contempló por un par de minutos absorta entre las letras hasta que una pequeña y tambaleante figura, su nieto de 3 años, llegó a abrazarla. Entonces sintió un gran hormigueo en su pecho que se extendió por todo el cuerpo hasta provocar un par de lágrimas de felicidad. Mientras su rostro dibujaba una gran sonrisa, silenciosamente recogió sus pasos satisfecho por captar con el flash de su memoria la primera de las imágenes que se había propuesto inmortalizar. Revitalizado, caminó las 20 cuadras que lo separaban de la casa de su segundo hijo. Como contando sus pasos, con una meticulosa velocidad, su imagen en la calle se acercaba más a la de una vieja garza caminando sobre un pantano que a la de un abuelo en la etapa última de su existencia. A una cuadra del lugar, vio a su segundo nieto jugando en la calle junto a otros niños. No se atrevió a acercarse. Observó cómo un empujón lo llevó al suelo y cómo de inmediato se había puesto a llorar; una puñalada había atravesado su corazón, pero decidió no moverse de su sitio. Vio salir a su hijo quien apresuradamente levantó al niño del suelo y lo sostuvo entre sus brazos llenándolo de besos en la barriga para causar aquellas inocentes carcajadas que sólo pueden salir de los labios de un niño alegre. Les dijo “adiós” en su mente y satisfecho por haber capturado otra más de las imágenes que quería preservar, se dirigió con paso firme y seguro hacia el último de sus destinos...
Dicen que instantes antes de morir, todo ser humano experimenta la sensación más extraña del universo: ve pasar toda su vida en un segundo. Esto es falso... no es en el umbral de la muerte sino en el del amor cuando el ser humano experimenta dicha sensación; él la experimentó hacía 54 años, cuando la vio por primera vez... Crecieron juntos en las tibias tierras de su Aitona natal. Se acompañaron el primer día de escuela en el que ella estaba tan nerviosa que rompió en llanto mientras él, más por reflejo natural que por conocimiento de causa, la abrazó hasta secar la última lágrima de sus mejillas tomándola de la mano mientras con paso firme y seguro se abría paso entre las hirientes burlas de sus compañeros para acomodarla en el viejo pupitre que le habían asignado. Se maravillaron juntos cuando, años después, Aitona se bañó de blanco con la primer granizada de la historia de aquél pueblo triste en el que pocas cosas pasaban. Rieron, uno al lado del otro, aquél domingo de enero en el que el circo más pobre que pudiese ser imaginado arribó a las afueras del pueblo con dos peludos perros que hacían las veces de leones y tres payasos mujeriegos. Desfallecieron de placer cuando sus cuerpos se unieron en uno solo en la más larga y sincera sesión de amor que Aitona hubiese conocido. Se desangraron de dolor cuando, años después mientras ya sobrellevaban la vida en matrimonio y dos hijos a cuestas, un nefasto diagnóstico médico aparecía anunciando a la muerte venidera. Y él, solitario, se sintió morir de desesperación aquél jueves santo en el que el destino se la arrancaba de sus ya huesudas y arrugadas manos dejándolo en una soledad insoportable. Ahora estaba de pie frente a la lápida de aquella con quien había reído, soñado, llorado y amado. Era el último eslabón de su cadena vital que debía recorrer antes de dejarse ir. Con dificultad y atormentado por un punzante dolor en todo su cuerpo, se arrodilló para estampar sus labios en la lápida de su amada. Y aunque el dolor de sus rodillas se hacia cada vez más y más fuerte, decidió caminar hasta su casa. Al llegar, observó todo con detenimiento, se acostó en su cama, posó las manos sobre su pecho, masculló la frase “espérame en el cielo” y sonrió por última vez.

ARLEY DAZA CÁRDENAS
Bucaramanga

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