miércoles, 2 de noviembre de 2011

ULTIMA CARTA DE DON JUAN


ULTIMA CARTA DE DON JUAN

Para María Cecilia Zapata
   Tuve un día que renunciar a una y, renunciando a una, las tenía a todas; pero teniendo a todas, no obtuve ninguna.  De nada sirvieron las delicadas palabras de mi galanteo ni mis  elaborados coqueteos: todas mis artimañas románticas estaban destinadas al fracaso y ellas, mis lúbricas diosas, se regocijaban en esa empresa inútil.  Fueron un vicio, el más exquisito de los vicios, aquel que valía la pena conservar porque en ellas estaba mi debilidad.  No pude pensarlas más que en plural, no pude desearlas más que en muchedumbre y no pude sufrirlas sino a raudales.
   Buscaba en ellas el encanto de la primera mujer, el aliento seductor que llevó a Adán a increpar a su Dios.  En cada una de mis veladas etílicas fui un réprobo que se alimentó de su belleza inalterable y mi sed muchas veces descansó en el húmido cáliz de su sexo.  Una nunca fue suficiente; una siempre fue mi frustrada búsqueda.  Sus ojos profundos, el ligero estremecimiento de sus labios en el momento de la excitación, su figura labrada en los talleres desconcertantes del arte divino, sus palabras impregnadas de inocente desdén… todos los elementos que las constituyen fueron los ingredientes adecuados de mi tragedia personal, tragedia de la que no blasfemo porque fui yo –el supremo- quien la provocó.
   Las mujeres.  ¿Quién por ellas con gusto no se perdió?  ¿Qué pie no trastabilló en las calles cuando a su lado se cruzaron sus sinuosas formas?  Fatigué los bares y fue mi pábulo el licor y el tabaco, la música nocturna y las relaciones pactadas por unas cuantas horas bajo la cómplice mirada de mil olvidadas noches.  Ellas eran mi religión y cada una la diosa, era el lupanar el templo y la cópula mi oración fervorosa.  Mi voluntad y mi buena conciencia –si alguna vez la tuve- se redujeron a su caprichoso laudo y me vi envuelto en sus veleidades, en su querer nunca satisfecho.  Pero la culpa es mía: yo, en todo momento yo.  Y mi pecado consistió en amar a la mujer que en cada una de mis amantes pretéritas habitaba.  Amé las  carnes  que se precipitaron entre mis sábanas una vez persuadidas por mis falsos requiebros, mis manos insistentes exploraron el velado misterio que obligaba mi búsqueda y el resultado fue el mismo: la resignación ante un propósito inútil y el autoinflingido engaño al ser incapaz de abarcar la eternidad.  No veo en todo esto más que la acción de una mano invisible que resiste mis aspiraciones románticas.  Nietzsche: “manos invisibles son las que nos doblan y maltratan”.
   Realmente no creo que me enamore: el hombre enamorado es un ser desvalido recluso de los ardides femeninos a los que se sujeta.  Mi búsqueda me llevó por diversos cuerpos y distintos rostros.  Ahora sólo me queda la soledad, la más barata de las compañías.  Mi corazón desamorado no logró perderme, tampoco pudo: me condenó mi dispersión por las mujeres a vivir como extranjero en todas partes sin esperanza, aunque también sin humillación.


AUTOR  : GABRIEL RODRIGUEZ-PAEZ

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