Septicemia
Mira, eso del amor es una cosa de libros,
tonterías de poetas...
Niebla — Miguel de Unamuno
C |
Caminaba despacio, sintiendo que la noche se deslizaba por su espalda como si quisiera pasar desapercibida. La calle, vieja conocida, a pesar de las luces y el bullicio no lograba sacarlo de ese trance melancólico y malsano que llevaba ya varios meses sobre él. El accionar de la gente en la avenida contrastaba con su estado de ánimo y por ello Johan no se percató del par de mujeres que intentaban ofrecerle sus servicios de compañía, en medio de risas y gestos obscenos. Al ver que él hombre pasaba a su lado sin determinarlas, las putas lo insultaron entre pitadas de cigarro y maldiciones gitanas, acto que Johan tampoco notó, pues su mirada apuntalaba el suelo y sus oídos nada más escuchaban lo que sucedía en su cabeza. Por esta misma causa —la voz de María Elvira entonando un romance italiano la noche en que la conoció— tampoco percibió la cuadrilla de punketos que se cruzó con él varios metros adelante, arrojándole colillas encendidas y latas de cerveza desde la otra acera. Al advertir su indiferencia, el líder de la pandilla alcanzó a gritar ¡Emo de mierda! antes de alejarse con su grupo por un callejón aledaño. Sólo varios pasos después, el cerebro de Johan captó los rezagos del insulto transformándolo en un Amor, ¿estás cerca? en la voz dulce de María Elvira; acto que le obligó a detenerse unos instantes, previamente a girar su cabeza de un lado a otro tratando de ubicarla entre los resquicios de todas esas miradas extrañas y desasosiegos. Entonces descubrió la obviedad de la situación, que no había sido ella quien le hablara, como solía hacerlo cada noche por celular para que pasara a recogerla al teatro, luego de finalizada la función. Al recordar esto, quiso sacar su móvil del bolsillo y revisarlo para no perder ese último atisbo de esperanza; pero un hombre viejo, con la piel tan seca como la de un lagarto, se acercó a pedirle unas monedas. Johan lo ignoró con un ligero movimiento de hombros y siguió su camino, olvidando momentáneamente la opción del celular, reflexionando sobre las diversas causas del enamoramiento, sin poder llegar a ninguna conclusión. Enseguida volvió a abstraerse, recordando las noches en que acompañaba a María Elvira desde el teatro hasta el hotel, sintiendo que era ése el colmo de la felicidad, sintiendo que su corazón irrigaba la sangre con tal fuerza que el elixir del amor llegaba a todas las células de su organismo. Más allá de eso nada podía haber.
Al llegar al teatro se detuvo en la penumbra del lobby para observar los afiches de los próximos estrenos, como todas las noches desde hacía tres meses, cuando la compañía partió de la ciudad llevándose a María Elvira con rumbo desconocido; esperaba ver algún anuncio donde el nombre de ella apareciese otra vez, en letras grandes y doradas, pronosticando nuevas funciones. La ilusión, como siempre, duró tan poco que Johan reanudó sus pasos sobre la calzada más cabizbajo aún, temeroso de no volver a verla. Rodeó al grupo de vagabundos que habituaba dormir en la acera contigua al teatro, mientras recordaba el momento en que ella le agradecía, con un certero beso en la boca, el gesto de regalarle un ramo de flores finalizada la función de estreno, definiendo Johan este momento como el de la inoculación. Para no interrumpir este acto final de autocompasión, fingió no reconocer a un antiguo compañero de secundaria que intentó abordarlo con una sonrisa maliciosa en los labios. El sonriente desvió su camino sin decir palabra al sospechar que su amigo no le reconocía. Descartado este obstáculo, Johan quiso relajar los músculos de la cara, pero el rictus alrededor de su boca permaneció inalterable, debido a que en este tramo de la ruta empezaba a observar las parejas de enamorados que caminaban absortos por el parque o placían en las banquetas del mismo entre besos y jugueteos. Al ver la felicidad de los otros, sintió ira por saberse utilizado, y no alcanzó a mascullar la imprecación que iba a escupir, cuando unas gotas le avisaron la inminencia de la lluvia. Apuró el paso y arqueó su torso hacia delante, en un intento vano de empaparse menos hasta llegar a la entrada del Gran Hotel y revisar, ahora sí, su celular para descartar toda esperanza por este día. Luego de hacerlo, se sintió tan abatido y miserable que maldijo por no tener el valor suficiente para acabar con su vida, y de paso, con la enfermedad que María Elvira había inoculado en él. Esperó más de un cuarto de hora a que el aguacero amainara, y como esto no sucedió, prefirió continuar los últimos pasos del trayecto bajo la monotonía de la lluvia y la conmiseración interna, producida por el recuerdo de esos fugaces momentos en compañía de la actriz, que nada más serían dos meses de felicidad plena, tiempo que duró el espectáculo teatral en la ciudad. Al llegar al cuarto donde habitaba, varias calles más allá, Johan ya había transmutado el padecimiento interno que lo abrigaba unos minutos antes, por la complacencia necesaria de aguardar hasta la siguiente noche –y todas las noches por el resto de su vida–, en espera de encontrar su desdichado anhelo en ese obligado ritual.
AUTOR
Ibague.
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