viernes, 4 de noviembre de 2011

El tiempo


El tiempo

Como la mirada de Gabriela era insistente, Rizo tomó un pequeño pájaro, lo besó en las alas y se lo puso delicadamente en las manos.  Ella le agradeció con una sonrisa fingida.  Rizo lo notó y bajó la mirada: triste y desilusionado no sabía qué más hacer.

La plaza era enorme y cuadrada, en el centro, coronando la fuente de mármol, sonreía la estatua de un ángel.  Mientras Rizo miraba los ojos de Gabriela, Gabriela miraba al ángel orinar sobre la blanca pila.  Los adoquines que cubrían la plaza eran intensamente rojos.

- ¡Gabriela!   ¡Gabriela, te quiero tanto!  Pero tú siempre estás tan lejana.
- No, Riz, ¿cómo puedes decir eso?
- Entonces, ¿me quieres?
- Sí.  Te amo.

Pero ella no lo quería.  Rizo sabía que aquellas palabras no eran reales... sólo las imaginaba para consolarse.

Tras ellos estaba la iglesia.  En una época remota había sido blanca, pero el terrible sol de tardes como aquella ya había percudido sus enormes torres y su rústico reloj de hierro pintado. 

Gabriela agitó las manos y el pájaro voló. 

- Oiga, Rizo, es que usted me invitó a la plaza para que habláramos, y hasta el momento no me ha dicho nada. 

¡Sí!  Hasta el momento Rizo no había hablado.  Y él lo sabía, no tenía por qué repetírselo. 

Gabriela impaciente se puso de pie y fue a beber agua de la fuente: se arrodilló, metió las manos al agua, hizo un cuenco con ellas y las sacó de nuevo con sutileza.  Gotas brillantes se deslizaban por sus brazos y por su cuello cuando bebía.  Luego, inclinó la cabeza y dejó que la cristalina agua del ángel mojara su larga cabellera negra.

Cuando volvió al lado de Rizo, él quería decirle que le dejara tocar su cabello mojado, pero sentía que Gabriela se hacía cada vez más inalcanzable.

El silencio entre los dos se volvía insoportable.  Rizo, casi ahogado, por fin habló:

-  Gabriela, yo la invité a la plaza para mostrarle mi reloj; espérese lo saco; ¿si lo ve?, ¿si ve la cadena tan fina?, se llama leontina.  Mírelo, cójalo si quiere... ¿no?... está bien.  Quiero que sepa cuánto amo yo a este reloj.  ¡Mire!, mírelo como brilla con el sol...  A veces lo devuelvo unos minutos, lo dejo correr y de nuevo lo devuelvo... lo mismo varias veces; y  en esos segundos que se pueden repetir toda la vida si yo quiero, mire, me imagino que estoy con usted, hablándole.  ¿Comprende?  Ese tiempo es único, sólo para los dos... en ese tiempo, Gabriela, sólo yo, amándola a usted, ¡diciéndole tantas cosas!...  todo por mi reloj...  ¿no le parece muy hermoso?

Gabriela miró hacia atrás y vio la hora en el oxidado reloj de la iglesia.

- ¡Ah!, que pena con usted, Rizo.  Me tengo que ir, ya es tarde.  Hasta luego.

Se levantó, sacudió su cabellera y ni siquiera sonrió mientras se marchaba.

Categoría 2 /
 Adrián Felipe Muriel Osorio
Buga

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