jueves, 3 de noviembre de 2011

REFLEJO DE AMOR


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Nostálgica ella recordaba todas esas fases durante las que en su adolescencia, llamaba tanto la atención de su entorno. Era una estudiante llena de cualidades y las virtudes físicas, no le eran ajenas.
Segura de sí misma, arrasaba y se sobreponía velozmente a cuanto obstáculo se le atravesaba en el camino buscando desestabilizarla por instantes. Inmune a todo, seguía reinante y favorecida. Veinte años después, la realidad era otra.
No tenía en ningún escenario de la vida, quien le estuviera recordando su valiosa forma de redactar, su exquisita inspiración, la nitidez en la lectura, lo precioso de su cabello, su contorneada figura o lo adelantada que estaba a la moda, gracias a la fortuna de unos padres que la consentían irremediable e incondicionalmente.
La frialdad y la tenacidad en el cumplimiento de metas laborales, el distanciamiento y la ingratitud connatural de las más fieles amistades, lo sombrío de una maltrecha relación sentimental devorada por las obligaciones y las expectativas frustradas, el constante llanto y los caprichos de una encantadora hija de tan solo 3 años, y una familia paterna y materna en general sumida en preocupaciones e inmersa en el stress de la metrópoli, la habían hecho olvidar hace mucho, de que tan fascinante e interesante era, quizá por que ya nadie se lo recordaba con (ninguna) frecuencia.
Verónica vivía no solo de sus placeres y gustos, de su empeño profesional, de su fortaleza interior, también su colorida y exquisita vida, se entrelazaba con cada uno de los escenarios en donde protagónica llamaba la atención, concentraba las miradas y era blanco constante de lisonjas, aplausos y “alabanzas”. Pero, como ya se dijo, conforme los años pasaban, la vida se estrechaba, las arrugas afloraban y los kilos de más emergían, Verónica  dependía ahora de sí misma; de cuánto se consentía, de cuánto se conocía, de cuan segura estaba quien era ella, pero, sin tener al lado a alguien que estuviese recordándoselo al parecer ella, no existía ni siquiera en sí misma, luego de muchos años, así lo había advertido, y se negaba a cambiarlo.
Definitivamente, no había quien le recordase y elevase con exaltaciones su ego. Y probablemente, no era que Verónica hubiese perdido sus encantos, ni la poderosa y a la vez tan frágil esencia de su adolescencia, simplemente el tiempo entumecido, arrinconaba el mundo hacia otras prioridades, y distraía la atención de los hombres y mujeres de su círculo afectivo, en cosas mucho menos “triviales”. Pero la progresiva ausencia de tanto cortejo, a Verónica, la había (de la mano con todas esas circunstancias difíciles con las que tenía que lidiar en su cotidianidad) alejado por completo de ese elemento transformador por excelencia, del que una vez desposeídos, nos hace sentir inútiles y miserables: el amor propio, la preciosa autoestima. Enajenada de sí, indiferente a su deterioro evidente y entregada a todo menos a si misma; las esperanzas de sentirse realmente mejor le eran cada vez más distantes, y lóbrego el panorama, la batalla diaria que acostumbraba librar, parecía ya perdida.
Fue entonces, cuando la imagen suya reflejada en el espejo, agobiada ante tanto desafecto, y una silueta que incrustada en el cristal palpitaba por un amor no correspondido, una mañana le estiró los brazos, la sujetó fuerte y le arrancó esa nostalgia y vacío que la estaba desapareciendo. La sacudió con tanta fuerza que Verónica reaccionó y entonces se preguntó; si no se consentía a si misma y su espíritu alimentaba,  quién lo haría por ella. Descubrió, que por los valores que aun conservaba y un sin fin de virtudes más, valía la pena recuperar la confianza en sí (misma), y enaltecer su amor propio. La luz y el reflejo en su espejo, elevaron de nuevo sus ganas de vivir, esas ganas de vivir exquisitas que solo las dan las notas de un pentagrama de melodías constantes y notas cuidadosamente seleccionadas para interpretar el amor y respeto a si mismo, como la más grandiosa de las tonadas.
La música de la que irradia la fascinación por cautivar la vida, y todo lo que a nuestro entorno en forma de globos de colores flota, se acerca, nos besa, nos huye, nos abraza, nos deleita, nos perfuma y saluda. La armonía y el concierto gratificante que solo emana del amor propio, de una amistad suficientemente consolidada y protegida.
Ella volvió a sonreír y sin que los problemas dejasen de existir, ahora armada  de afecto y por un incondicional cariño propio, los sorteaba con mayor diligencia y efectividad. El panorama opaco mejoró en todos los aspectos y así Verónica, confirmaba una vez más en el planeta, que aquello de que la autoestima es el elemento transformador por naturaleza y la herramienta para mover el mundo… es mucho más que un “cliché”.

REFLEJO DE AMOR
Autor: Fernando Alberto Carrillo Virguez 

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