PENSAMIENTOS AZULES
Ya eran casi las seis de la tarde. Sólo se escuchaba las melodías de uno que otro animalejo, que con su trinar acompañaba esta incontenible soledad. Era uno de esos días en que no se quiere hablar con nadie; sin embargo, seguía en el viejo y recordado parque del pueblo, tratando de encontrarme con aquel inolvidable pasado. Eran tantos años de no estar aquí. Cómo desearía que estos frondosos árboles hablaran; quizá me contarían la historia de tantas personas que se esfumaron para nunca más volver.
Parecía que los frondosos árboles se inclinaran ante mí, como gigantes caballeros. Se notaban tan seguros, encantados, quizá con la alegría de tener al huésped que volvió a casa. Entre sus ramas se desgranaba el aroma de las hermosas flores que picaronas coqueteaban entre sí.
Sentía y evocaba aquellos días de colegiala, cuando, entre risas, dejábamos caer nuestro cuerpo en esta fresca alfombra verde que en verano permanecía adornada de hojas secas, que chasqueaban con el peso torpe de cada jovenzuelo. Hojas que se desprendían de los guayacanes con la fragancia húmeda que hipnotizaba nuestro sentir. Qué inolvidables días, lejos del mundanal ruido. Cuando la risa se confundía con el placer del verano. Para entonces, la vida era un ramillete de globos de de fantásticos colores que se fusionaba con la infantil primavera de la juventud.
Ahora, cuando la primavera se ha ido y el invierno ha fecundado en mí la melancolía, estoy junto a la nieve fría de los años, postrada en una silla de ruedas, sin poder valerme, triste a la sombra de un corazón que aún palpita al recordar aquel día trágico cuando recibí la última carta de despedida, del único hombre que amé. Hasta hoy no sé por qué se marchó, ni con quién. Su cobardía tal vez no le permitió explicarme que ya no me amaba, que tanto amor que le daba, fastidiaba a su corazón. Fue una fecha trágica, porque el mismo 10 de febrero, mientras leía aquella nota de despedida, sin ninguna explicación, también la vida de mi padre se apagaba en un profundo sueño para nunca más volver. Fue triste; él me estaba esperando para que yo lo despidiera, tal como me lo solicitó meses atrás. Toqué su cabecita, oré y le dije que ya era hora de marcharse a su adorado cielo, que lo amaría por siempre, y que jamás moriría en mí.
En aquel instante, en que evocaba aquellos capítulos de mi vida, algo sucedió y como por arte de magia el coraje se apoderó de mí. Me incorporé y pude aferrarme a un viejo árbol. Entendí que mis pies querían volver a nacer, escuchaba múltiples voces. De repente, no necesitaba la silla de ruedas. Era como si la luna me atrapara entre sus ojos y me invitara a pasar. No sé de dónde llegaron unos seres divinos, que me conducían al espeso firmamento. La luna se veía como toda una doncella: plácida y distinguida. Yo estaba aterrorizada, pero con la felicidad a flor de piel. No sabía qué pasaba, mi cuerpo se desprendía y ya no lo sentía. Después de un instante, observé un inmenso paraíso. La tierra se veía como un granito de arena. Todavía absorta, sin entender qué sucedía, vi a mi padre; me sentí mareada, el aire me faltaba, no podía con tantas emociones encontradas. Él me tomó del brazo, aunque estaba muy joven, no había duda, era mi viejo, nos abrazamos fuertemente, yo me sentí otra vez niña; él me cargó sin problema y me llamó “aguja”, como cuando era pequeña y lo mordía, dejando su brazo marcado con mis agudos colmillos.
Después, de hablar un largo rato, fuimos a un lugar oscuro y silencioso; parecía un espeso precipicio. Me sorprendí al ver la cantidad de personas que inundaban ese apestoso lugar. Albergaba en mi alma en desespero, que me obligaba a seguir buscando entre la multitud, hasta que apareció aquel hombre, que nunca dejé de amar; en ese episodio, volví a recordar su carta de despedida que decía: “Quizá algún día nos volvamos a encontrar”.
En ese momento mi padre, con su voz sabia, me secó mis lágrimas y me explicó: -En ese precipicio, sólo se encuentran las personas que decidieron viajar a la otra vida, sin ninguna autorización del dueño y ser supremo. Seres que vivieron sin ningún apego espiritual.
Él, como los demás, se notaba fatigado, pero no paraban de caminar, porque al hacerlo lastimaban su cuerpo con el objeto que emplearon para suicidarse. Sin embargo, el cansancio los vencía y en algún momento debían reposar, y apenas se escuchaban gritos y lamentos.
Finalmente, mi padre, al notar mi angustia, me condujo a una pila inmensa de agua cristalina, de un suave verde musical; empapamos unos bellos pensamientos azules que brotaban en un espeso jardín. Me aseguró que estas flores mitigarán su castigo, hasta que se cumpla su larga condena. Desde ese día las corto, y un bello ángel guardián se las entrega para que mi amado extraiga su néctar y así libere, aunque sea por instantes, su terrible dolor.
Claro que aún me embarga una gran duda… ¿Sabrá él quién le envía estos pensamientos azules…?
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