PARCHECITOS Y GARABATOS
A Caroline
Se encontraba moribundo, vagabundo, aquel hombre de barba, tez y ojos claros oscuros. Todas las personas lo miraban, pero callaban. Nadie, absolutamente nadie, entendía su proceder y menos su tonto caminar en la playa. Él mismo no lo entendía -¡qué me pasa!-, por qué caí en este estado de pensamiento -se preguntaba-, simplemente, antes de caer nuevamente en la arena. Por eso, todos los días, pedía ayuda, pedía auxilio, porque anhelaba tener de su amada, aunque sea pequeños trocitos, pedacitos de amor.
Ella, se llamaba Úrsula, diminuta damisela que gozaba de una hermosura profunda, angelical. Nunca lo había mirado, es más, nunca supo de su existencia. Él, siempre desfallecido y perdido. Ella, el motivo de tan desaforada pasión.
Una noche, perdido en el deseo infinito de sus fantasías y alegorías, soñó con los dioses griegos, entre ellos, encontró a Cupido, quien al ver tal flagelación le concedió un deseo: ¡Mira tú!, le dijo, mientras lo apuntaba con el dedo, -comerás del fruto de los deseos, pero a cambio, serás auténtico, serás único-, y al final, cuando Cupido quería insinuarle una verdad inminente sobre su amada, un viento ensordecedor terminó por helarle hasta los huesos.
Así, se levantó aún mas perdido de lo usual y cansado de escuchar toda la noche, el cuchicheo en su cerebro, por fin comprendió que era hora de sacar de sus entrañas lo que jamás pensó que hacía parte de su ser. Agarró descuidado al odio, cogió desprevenida a la pereza. La tristeza sucumbió también al igual que la mentira. Y ni siquiera se salvó la alegría, ni la confianza, menos la autoestima, y con todo esos sentimientos encontrados, comenzó a escribir con la fuerza táctil de aquellas sensaciones, hasta que se dio cuenta que le faltaba algo, se le olvidó escribir sobre el amor.
Pero eso no le importó. Como pudo, agarró los retazos de ilusión pasada, regazos de aquel misterioso sueño y de su puño y letra, surgió la imagen difusa de unos tristes renglones que anunciaban: Oh dulce néctar, no tengo vida sin tu sabor a miel, mi niña querida, observa mis garabatos, esperando que con ellos me regales, aunque sea, parchecitos de tu amor. E inmediatamente salió corriendo al encuentro de su amada que curiosamente, en ese instante, se encontraba en un balcón. Pero créanme, nada raro en ella, ni siquiera lo miró.
De esa manera fue como este pobre hombre enloqueció. Divagó por el mundo sin un sentido y un rumbo fijo, perdido otra vez por eso que creía llamar amor, lo que tanto había buscado terminó por ser una vaga ilusión. Nunca más se supo de sus vigilias y sus pasos vacilantes en aquel lugar, sin embargo, su amada no tenía la culpa de no haberlo correspondido, porque ella, hasta ese día, a nadie le había contado que era ciega de nacimiento.
Nombres y Apellidos: César Eliécer Villota Eraso
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