miércoles, 2 de noviembre de 2011

LAURA


LAURA
Laura se sentó en el sillón mirando apenas por la ventana. Con la taza a medio llenar de café negro, escenificaba en ese instante el sonido agudo de los lloriqueos de su única hija al nacer: la queja manifiesta de su bebé por haber sido sacada así nada más a un mundo repleto de manchas y truenos. Recordaba que había necesitado de un respiro profundo para entender todo el peso que significaba convertirse en mamá. Mamá de ese pedacito de gente que gritaba su descontento mientras era medida y pesada. Con detalle casi fílmico se veía a sí misma retomando una posición adecuada en la cama en espera de tocarla, sentirla y de dirigirle las primeras palabras. La enfermera le había llevado a la hermosa criatura, su hija, para que la sostuviera y le hablara. “Amor mío, todo está bien”. La niña había reconocido inmediatamente las curvas que emanaban de la garganta de Laura, su madre, y había dirigido su pequeño cuerpo en dirección a ella.
Hasta arribar a escena un silencio de abismo. En un instante, que se había deslizado por entre las bandejas de metal frío al transcurrir del recuerdo, Laura veía en el recuerdo cómo daba la pequeña bebé un segundo y último respiro. Se habían iniciado todas las alarmas para resucitarla mientras Laura sólo había podido gritar, “¡salven a mi hija!”. Se recordaba llorando. Veía cómo el espanto y el miedo y la impotencia se atravesaban y le dejaban sólo un hilo de voz para suplicar por la vida de su bebé que yéndose le arrancaba la suya como en efecto, al final, se la había arrebatado. No había nada qué hacer. Todo el mundo que Laura había preparado para su criatura de luz se había desmoronado en apenas unos minutos. Todos los planes, todos los sueños de verla cambiar sus formas y tamaños, todas las decisiones que tomaría, los gustos que tendría, sus manías, todo había desaparecido ese día en un acto parecido a una ilusión circense.
Terminó de tomar el café. Eran las siete de la mañana de una mañana con un pedazo de sol gigante y radiante y un cielo azul y profundo que confrontaba fuertemente el crudo pronóstico del clima. Se cumplía una década desde la muerte de su hija. Miró la foto de la ecografía que, dispuesta como un retrato en su cuarto, dejaba entrever un pequeño cuerpo formándose. Le mandó un beso y le susurró “cómo se pasa el tiempo”. Pensó en decirle que luego de todos esos años desde su partida aún no había razón para preocuparse pues su mamá volvería como todos los días infaltable a casa para conversar. Siempre un corto cuento en las mañanas antes de salir a trabajar. Siempre un juego al llegar. Siempre.
Suspiró. Buscó las llaves de la casa en el cajón de la consola y luego de acomodar los cojines del sofá, se quedó de pie en el marco de la puerta, dándole la espalda al apartamento. Reflexionaba con atención sobre las actividades de esas horas. Iría primero al cementerio a llevarle girasoles y cantarle un poco. Como debía ser: sola. Luego asistiría a la reunión quincenal con otras madres que también habían perdido a sus hijos. Por supuesto, Laura sabía que no era la única. Cada dolor, cada silencio, cada mirada perdida entre ese grupo de mujeres que habían quedado atrapadas en los recuerdos de lo que no fue, en las nostalgias de un deseo perdido, le habían desvestido el alma a rasguños en incontables sesiones, dejándola débil y maltratada pensando cada vez que no podía existir en la vida un mayor dolor. Sin embargo, sabía que entre esos rostros de madres estaba la comprensión; el entendimiento visceral de aquél que sabe tu dolor porque también lo tiene, de aquél que sabe de esa soledad y vacío que sólo pueden dejar los seres que se nos fueron. Necesitaba de esas miradas sinceras. Al principio, le había costado enfrentar  la pérdida de su hija y, aunque sentía que aún no la había superado completamente, reconocía en sí misma finalmente la aceptación y ya no buscaba una razón o un culpable. Con el tiempo había aceptado el flujo constante de amigos y de familia con rostros consoladores y gestos. Creía sinceramente en ellos y en sus intenciones. Se sabía amada.
Seguía también creyendo ciegamente en que su hija aguardaba por ella y que seguía juntas en ese Universo infinito de arena y tiempo. Prefería creerlo creando, bloque a bloque, de la fuente de la soledad, una vida para su hija y para sí misma. Su bella dama estaba ahí, esperándola sin importar que en una brisa hubiese partido una mañana de jueves sin aclarar el porqué. La vería nuevamente. Su amor había escalado todas las dimensiones, el pasado con sus nostalgias y el futuro con sus misterios. Laura había inventado la luz que tapizaría todos los rincones de su corazón. Estaba lista. Preparada desde ya, desde siempre para tener a su bebé nuevamente entre sus brazos.
Tomó aire lentamente y llenó sus pulmones del olor del recuerdo del pequeño cuerpecito  que un día se fue. Cerró la puerta del apartamento dándole un momentáneo y último hasta pronto al retrato junto a la cuna vacía.

autor: MISTA VILTEKA


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