jueves, 3 de noviembre de 2011

LOS ÚLTIMOS AULLIDOS DE “CENTAVO”


LOS ÚLTIMOS AULLIDOS DE “CENTAVO”

Los últimos padre nuestros, volaban junto con el alma de la vieja, “centavito”, callada, sospechaba, que la anciana  ya moría, me acerqué a la puerta de la casa parroquial; beatas, curas, fieles y curiosos, avivaban el chisme que a esa hora atormentaba a conocidos y llegados provincianos.  La “centavito”, desfiló por los pesados años de su presencia, mendigando, de puerta en puerta, de callejón en callejón, devociones que sobraran, centavos que ayudarán a amortiguar  las horas que  le quitaban su nombre y  existencia. Cada agosto, cada abril, cada mayo, perseguían la negrura de su cuerpo que caía, infame en las mañanas, vagas, en que nadie llama al  miserable, solo el  celaje desvanecido de  amaneceres  desiertos, acompañaban las  jornadas limosneras de la  vieja “centavito”.
La agonía caminaba terca por esa habitación de caridad, despacio miré lo que quedaba de ella, la infamia y el olvido,  volvieron su cuerpo un desperdicio, un olor viciado irrumpía los nidos de una despedida amarga. La humanidad de la vieja, hecho trizas, adornada de llagas y demencia, se aferraba al único  ser, que por más de veinte,  años la persiguió en el día y la escuchó en las noches,  Guardián, amarrado a los últimos latidos de su dueña, lanzaba aullidos, reclamos, y dolores; su ama ya se iba, ante la mirada congelada de aquellos,  visitantes, lamía los huesos descarnados de la vieja, las lágrimas que refrescaban la angustia de la muerte, que ahora,  se revolcaba en una estera húmeda. Los dos  viajaron en tiempos de memoria, hasta que la miseria y la vejez, los atrapó, sin tregua; compartieron, la escases y los apegos, que nunca nadie quiso regalarles, los andenes blancos que convirtieron en hogar, uno tras el otro, así vivieron juntos, sin separar jamás su alma y su destino.
Ya nada importa ahora, agosto, con sus fríos, entra también a despedir la vieja, no hay reclamos ni rencores, es simplemente que a la muerte, hay que ponerle nombre,  un mes, un año una hora.  Agapito, el cura de joroba, se acerca de rodillas a la matrona herida, unge, la carne desvanecida de su frente con lirios y aceites de cortejo, el perro rugue ante la cruel visita, pero una mano conocida, se extiende, le abraza, le pide que permita que Dios se acerque a sus últimos delirios, entre voces descompuestas por la fiebre, “Centavito”, nombra a los que ya se fueron, a esos ángeles que pronto recibirán su alma, y allí en el fondo de la puerta, se reconoce altiva, en otros tiempos, blanca, de cabellera malta, admirada por quienes fueron fieles devotos de su estampa, entonces, parece sonreír, llama a Lucio, su hijo de diez años, lo busca entre los juegos que viven en su infancia, y lo encuentra flotando en horizontes claros, alegre a lado de mariposas blancas, “Lucio”, le dice,  te fuiste tan pequeño, sin conocer  quien eras, pídele al cielo que encuentre tus recuerdos. Entonces la vieja escucha la voz de su pequeño, mamá le dice, jamás deje de amarte, estuve siempre a lado de tus años, no ves ahora que muero  lamiendo las llagas de tu espalda, no quiero más que verte aquí conmigo, predicando rosarios, vagando por el pueblo,  como lo hicimos siempre. Escucho que todos te despiden, y nadie entiende, mi aullido,  ni mi ansia, solo te pido que cuando estés arriba me busques pronto un sitio en tu alma. La pobre pordiosera se aferra como puede a quien fue su Guardián, su centinela, respira muda y  cae rendida ante  lo eterno de la muerte, como  enjambre  de chisme, tumulto y despedida llegan a ella, para tapar el cuerpo que aún tiembla, solo Guardián sigue sentado a lado de la estera. Los pocos huesos que quedan de la mendiga rancia, quedan guardados en dos maderos traídos desde lejos, dos oraciones despiden a la anónima difunta y la presencia obstinada del que fue su Guardián, su compañero.
En horas de la tarde, de ese mismo agosto, atormentado,  la “Centavito” fue llevada al cementerio, no hubo llanto, ni flores, ni canciones dispuestas en el altar de la iglesia, solo algunos misericordiosos acompañaron a la abuela, el padre no supo hablar de ella, no conocieron su historia ni pasado, los pésames nunca llegaron al lugar, pues no hubo a quien calmar el desconsuelo.
Llagando casi a las cinco de la tarde y después de una corta eucaristía, la difunta fue enterrada e un lote vacio,  en la tierra escrito estaba, aquí, murió la Centavito- Agosto, 29 de 1982, Quienes conocieron la historia de la vieja, dicen ver visto a Guardián, sentado a lado de su ama,  hundido en la tristeza,  mirando al cielo en busca de estancias ya lejanas.

                                                     FIN


Autora: Carmen Miranda Montenegro

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