La mujer sin cabeza y el hombre que se la devolvió
Mi primer cuento fue sobre cómo moría decapitada la directora de mi colegio al acercarse demasiado al columpio en donde iba yo a toda velocidad de un lado para otro. Le arrancaba la cabeza y había sangre púrpura y brillante por todas partes. Las niñas lloraban y los niños empezaban a jugar fútbol con la cabeza. Uno de ellos le sacó el ojo de una de las cuencas, se paró frente a las niñas y se lo metió en la boca haciéndolo explotar. Ellas gritaron y varios vomitaron. Luego vino la risa.
La profesora de literatura me llevó ante la Directora. Clara. La Directora Clara del Centro de Educación Individual. Me hicieron sentar en una mesa redonda a un costado de su oficina. Había un montón de cuadritos con fotos de plantas de follajes coloridos por toda la pared y varios trofeos dorados con medallas enredadas en ellos. El psicólogo estaba en uno de los asientos con sus codos sobre la mesa y los dedos entrelazados bajo la barbilla. Cada uno tenía una copia de mi manuscrito frente a sí. El psicólogo empezó:
-¿Sabes por qué te llamamos?
-No-, contesté.
-Te llamamos por lo que escribiste sobre Clarita.
Clarita tomó la hoja de papel entre sus manos y la alzó un poco de la mesa. Me miró y dijo: -A nosotros nos parece que esto no está bien. ¿Qué te hizo escribir algo como esto? ¿Es que me odias?-.
-No señora.
-Pero quieres que muera, ¿no?
-No señora. No quiero que usted muera, –dije-.
Todo lo que sabía de la muerte era por un canario de mi papá que apreté entre las manos hasta que dejó de respirar. Lo saqué de la jaula para verlo como hacía mi papá, para saber si era macho o hembra soplándole la panza. Me acuerdo de su vitalidad y de cómo volaba desesperado de un lado a otro esquivando mi mano, de la velocidad de mi corazón, y también de su quietud cuando me di cuenta de que no se movía y lo puse de vuelta en la jaula sobre el periódico. Mi papá nunca dijo una palabra al respecto. Simplemente cogió su pañuelo y sacó al muerto de la jaula tirándolo a la basura. No hubo tristeza ni lágrimas. Supongo que tenía a otros cincuenta por alimentar y cuidar.
-Llevo veinte años educando a niños de todas las edades, y es la primera vez que leo algo como esto. ¡Y en cuarto de primaria!-.
La directora apretó su entrecejo con las puntas de los dedos y suspiró con los ojos cerrados. Sentí que una llama de orgullo se encendía en mi pecho. Se me notó.
-¿Estás sonriendo? Esto no es para reír. Esto es grave. Podríamos considerar esto como una amenaza y eso es una falta grave. Héctor, ayude a este muchachito. Confío en usted-.
La directora salió y cerró la puerta con firmeza. El psicólogo sacó una libreta y unas hojas y comenzó a hacerme preguntas. Que si mis papás me pegaban, que si se odiaban, que si alguien en la familia me había tocado de forma “incorrecta”, que si alguien había muerto. No-no-no-no. Imagino que de haber contestado a alguna de esas preguntas con un “sí”, el tipo hubiera dicho “¡Eureka!, tenemos un niño traumatizado”, pero no. Nada de eso. Luego el tipo me pasó una caja de colores y me pidió que pintara lo primero que se me viniera a la cabeza. Pinté unas montañas ocultando la mitad de un sol naciente, y un riachuelo que atravesaba el prado recién cortado frente a una cabaña de madera coronada por un hilillo de humo que salía por la chimenea de ladrillo. Un par de aves surcaba el cielo y una pequeña oveja las veía volar hacia el horizonte mientras anhelaba su libertad. El tipo cogió el dibujo y se quedó viéndolo un momento.
-Es muy bonito. A la directora la va a gustar saber que has pintado esto-.
Yo no entendía cuál era realmente la diferencia. Era una mentira como la anterior, pero por alguna razón se hacía más aceptable, más “bonita”. Comprendí que todo el mundo quería que le dijeran mentiras bonitas y que eso de alguna manera se relacionaba con el arte. Comencé a amar el arte inmediatamente.
© Sebastián Londoño Camacho – 2011
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