viernes, 4 de noviembre de 2011

LA SONRISA DE ANGÉLICA


LA SONRISA DE ANGÉLICA


Cuando Esteban tenía trece años y vio por primera vez ese gesto dibujado en el rostro de Angélica no pudo entender lo que sucedía, pero desde ese momento le resultó imposible dejar de  pensar en ella.

Esteban tuvo que verla con disimulo durante esos años de adolescencia, cada vez que su padre los llevaba en familia a pasar vacaciones con los hijos de su socio y él era uno más, el menor, entre un grupo de niños que jugaban a ser hombres, mientras ella era  la reina entre las niñas, la que todas envidiaban por belleza y porque a donde fuera llamaba siempre la atención.

Él imaginaba suya esa sonrisa con hoyuelos, aunque Angélica apenas le regalaba un saludo cuando  se encontraban al comienzo de las vacaciones y se dirigía a él durante esos días, en una finca o en el club,  sólo para avisarle que sus padres los buscaban para salir a algún sitio o los llamaban a comer.
El único momento en que pudo ver la sonrisa de Angélica de cerca, sólo por unos segundos, que para él fueron los más felices de esos años de vida,  fue en su fiesta de quince, cuando bailó unos segundos con ella.
Pensó que nunca más volvería a verla porque su padre y el de ella terminaron la sociedad. La pensaba y la recordaba con frecuencia, pero no hubo más vacaciones compartidas, ni celebraciones o navidades en las que sus familias volvieran a encontrarse.

 Años después, cuando Esteban entró a estudiar cine y Angélica ya estaba terminando carrera, se vieron un día en la universidad. Bueno, él la vio llevada de la mano de su novio y ella lo reconoció y  saludó como saludaría a cualquier primo o pariente lejano: “¿Cómo estás? ¿Qué más? ¿Tiempos, no? ¡Saludos por la casa!”.

Poco tiempo después, Esteban tuvo la mayor desilusión amorosa de su vida: Angélica se casó y se fue a vivir a Francia con su esposo. Estarían allí varios años porque él iba a hacer un doctorado. Frustrado por la noticia, hizo lo único que podía en ese momento: tratar de olvidarla, pero no lo consiguió.
Cuando Esteban llegó  a estudiar a París, lo primero que hizo fue averiguarse el valor de los trenes hasta Bordeaux y escoger la fecha más próxima para hacer su viaje. Se comunicó antes con Angélica y le comentó detalles de un documental sobre  colombianos  para el que quería entrevistarla. Acodaron una cita en la fecha prevista.
Las semanas siguientes fueron para él una agonía: contaba los días para por fin viajar en busca de Angélica. Tomó el tren con el corazón en la mano y llegó a la ciudad, al barrio, a la calle, a la casa en la que lo esperaba ella, fría, parca, indiferente. Angélica tenía una vida feliz con su familia.
Esteban llamó un par de veces más en ese mismo año para saludar y luego una más para ofrecerse a llevar una copia del documental, pero siempre se encontró con la misma respuesta impersonal al otro lado del teléfono. Llegó a pensar que a Angélica le incomodaba que la llamara, así que prefirió no volverlo a hacer.
Mientras él pensaba que cada vez estaba más lejos, el destino quería que se encontraran. Dos años más tarde, cuando Esteban ya casi lograba olvidarla, se la encontró de frente en una calle de París. Ella llevaba de la mano a su hija. Esteban casi evita saludarla, pero ella le mantuvo los ojos firmes y desplegó su hermosa sonrisa, la de los hoyuelos.
Cuando ya Angélica se despedía, le preguntó: “¿y tú, piensas volver a Colombia?”  “Hasta hoy no lo había pensado”, le respondió él mirándola por primera vez con firmeza, dejando que la luz de sus sentimientos se asomara a través de sus ojos. “Llámame cuando estés allí”, le respondió ella, “a Camila y a mí nos gustaría volver a verte”, le dijo, y sonrió con sus hermosos hoyuelos sólo para él.  Y así acordaron que volverían a reunirse, en Colombia, los tres. Una nueva vida compartida los esperaba.

Autor. 
Carlos Mauricio Suárez León
Bgotoá.

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