La manzana de Newton
Tan sencillo como haberte comido la manzana y no haber pensado en nada más, pero no, tenias que traérmela, tenías que regalármela; tenias que ponerle todo el misterio que le pusiste y hacerte las preguntas que te hiciste: “¿será que le atraigo? ¿Será que es a mí a quien está mirando? ¿Seré yo quien le atrae y no otra?” –Como si la fuerza de gravedad actuara horizontalmente–.
Pero pese a que dar respuestas no ha sido nunca tu mayor cualidad, pensaste en cuanto te miré: “si, si tenemos química. Le llevaré la manzana”. Y sin antes cerciorarte de que tu genialidad respondiera adecuadamente, caminaste hacia mí. En tus manos, el fruto escarlata me resultaba tentativamente peligroso e irracionalmente asequible; pero ahí estaba: tan rojo, tan dulce, tan habido de riqueza y futura satisfacción que no me importaron los medios para deleitar del impávido y suculento final. Si, fue una estupidez de tu parte acaecerme la manzana, pero fui más estúpido yo por haberla recibido.
Cientos de hombres, que como yo, estaban en ese preciso instante en completo reposo, continuaron así: quietos, sin movimiento, o en su defecto, caminando en línea recta sobre la tranquilidad matutina de sus días; sin embargo, yo parecía ser la excepción a tan placida regla, pienso que debí haber nacido en un año anomalístico, razón por la cual tardo tanto en entender las cosas y en abstenerme, como debería, de ellas.
Nada importaba, ni mis prejuicios, ni nada. Se me desajustaron los huesos y se me rasgó el alma en un segundo al morder por primera vez de la reveladora manzana. Inconscientemente caí en las profundidades del sentimiento más impasible que despierta el color, el aroma y el sabor de aquel fruto.
“Tengo miedo”, dijiste, sabiéndote, implícitamente, la fuerza verduga.
“No temas”, contesté apremiando tus palabras. “Confía en mí”. Y respondí accediendo a tus deseos más básicos con la misma fuerza que me habías lanzado.
El sol mañanero, que hasta días anteriores era mi única y fiel compañía mientras me servía un buen café, susurró tan fuerte que tú no estabas en mi lecho, que hasta yo alcancé a oír, pensé en ese momento que todo lo vivido no había sido más que un desgaste de fuerzas en el acoplamiento de masas, ¿Cómo es que dos cuerpos tan absolutamente diferentes no se repelaron desde el principio?... Es cierto, casi lo olvidaba, los polos opuestos se atraen, claro está, que ello no implica que estén obligados a permanecer unidos para siempre. ¡Que iluso! Dijiste que podía confiar en ti, pero lo hiciste tan solo porque yo te lo dije primero. Todo ese valor y toda esa fuerza que me impregnaste me llevaron aceleradamente a toparme conmigo mismo y con mi, poco sensible, capacidad racional; que malo soy para los despejes y que malo soy para medir balanzas, no obstante, ahora puedo afirmar que no respondí proporcionalmente a tu cuantificable fuerza, porque sencillamente di más de lo que me diste; ¿pero por qué? ¿Cuál es la razón? Debe haber un motivo lógico que me lleve a descifrar éste desesperado acertijo. Físicamente hablando y partiendo de leyes básicas como la de causa y efecto, podría intuir que la causa es la mujer y el efecto la tentación; las mujeres son tentativamente peligrosas; y caí, es cierto, pero no me arrepiento, así como tampoco se arrepintió Adán de Eva, ni Paris de Helena aunque les haya costado el destierro y la patria. Y luego, vuelvo y pienso en que Dalila no solo le quito el cabello a Sansón, sino también la vista, la libertad y la vida y el tampoco se arrepiente. A mi me costo el corazón y que caro me salió conocer la felicidad, al menos por una sola noche. Increíble, lo objetivo y lo subjetivo se fusionan para corroborarme que el diablo aparte de puerco, tiene ovarios.
¿Por qué pensaste que me atraías? ¿Por qué creíste que era a ti a quien miraba y no a otra? ¿Por qué pensaste que me gustabas? Tal vez lo pensaste porque era cierto: me atraías, te miraba y me gustabas, debí haber previsto el resultado antes de calcularlo, entre nosotros nunca hubo química… tan solo mecánica y aun así, te agradezco porque las pocas horas que viví a tu lado fueron las mas maravillosas que jamás volveré a vivir, pues cada que te recuerdo me parece estar saboreando aquella jugosa y eterna manzana. Solo te digo que si ese bello momento tuviera valor, pagaría incluso con mi propia vida.
DATOS DEL AUTOR
Anderson Gybsy Bejarano Flórez
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