LA DEVOCIÓN DE ANGÉLICA
-Necesito pedir permiso para morir un poco. Me esperan un momento, por favor…- pensaba Angélica mientras dejaba en espera algunos feligreses en la casa cural para rezar el rosario cinco minutos y conseguir esa paz que había perdido hace seis meses por sus deseos lujuriosos desde que llegó el padre Sebastián, el cual en su habito relucía como un David mesiánico, rubio de hermosos ojos azules, Angélica creía que lo amaba y por primera vez su devoción tambaleaba, ella a sus veinticinco años despertaba a ese erotismo sensual de su cuerpo, en las noches al ducharse, cuyos pezones pequeños se ruborizaban y su vientre era un mar lúbrico de pasiones, soñaba con los besos del padre recorriendo su cuerpo tan suave y ágil como la blanca espuma que la limpiaba, tan llena de caricias como sus manos pequeñas se deslizaban sobre su piel húmeda del agua tibia que calentaba su cuerpo de esos demonios carnales que no lograba exorcizar con su rutina de oración y servicio en el convento. Esos cincos minutos fueron los más prolongados de la vida de Angélica, su llanto floreció ante la Virgen de la Inmaculada Concepción, ensangrentando sus manos con el nailon que sujetaba cada una de las cuentas, partiendo estas en dos, desparramándose las pequeñas perlitas ante el altar, pero Angélica seguía inmutable, en la abducción completa entre su mente y alma hasta que unas manos fuertes y suaves tocaron su hombro, al voltear su visión no podría ser menos traumática, era el padre Sebastián preguntándole que le sucedía, pero Angélica solo se echó a llorar sobre su pecho manchando de sangre la camisa del padre, cuyas palabras no lograban calmar el llanto de la joven novicia, quien le pedía perdón pero no revelaba su pecado, arrodillándose ante sus pies por lo que él la levanta y le da un beso en la frente y le toma su mano derecha sujetándola junto con la de él colocándola en la manos de la virgen que estaban juntitas pegadas a su pecho y ora fervientemente por la tribulada alma de Angélica entre murmullos, mientras ella miraba esos labios rosados como rosas frescas queriendo besarlos, intenta zafarse pero el padre la detiene sujetando con fuerza su mano, provocando un rubor en sus mejillas por el rose exótico de entrecruzar sus manos como dos enamorados.
Angélica seca sus lágrimas y va a la sala cural dejando al padre en el altar, despachando a los feligreses con premura quedando sola, con la cabeza agachada sobre el escritorio pidiéndole a Dios nuevamente permiso para morir un poco, morir sobre esa parte femenina que dejaba ser un capullo para florecer en la más tierna primavera de amores que se polinizan con los suspiros de un deseo inalcanzable de ser amada en la sensible piel de sus senos, moldeados por la mano sensual de su creador erótico, que de su esencia la hacía mujer hasta envolverla en un éxtasis de orgasmos volviéndola siempre virgen para aquel a cuyo corazón había entregado.
-Morir un poco, morir un poco… gritaba Angélica en un estado de euforia, abriendo la puerta para salir al jardín encontrándose con la hermosa figura de su lívido encarnado, al cual toma de la mano y lo besa en sus labios, dejándolo atónito con un rubor en sus mejillas, correspondiendo al valiente gesto de amor de la bella novicia con un beso más apasionado que le devolvió la alegría al alma, alejándose después, sin pronunciar palabra perdiéndose ante la vista de Angélica entre las enredaderas del jardín, quedando ella sola contemplando la luna que aparecía con una paz que impregnaba a los espíritus que se enamoraban bajo sus haces, iluminando el rosal de espinas que adornaba a Cristo Resucitado como testigo de su primera y única elegía de amor.
Esa noche Angélica murió un poco, el beso tierno y apasionado del padre Sebastián sublimó todo deseo carnal purificándolo su erotismo en un sueño diáfano de sentimientos porque ahora estaba segura que lo amaba y concilió el sueño con la esperanza de un nuevo día de volverlo a ver, y muy temprano fue a la casa cural hacer su devoción, pero el padre Sebastián no estaba, algo raro en él, sólo un anciano blanco y regordete que se le presentó como el nuevo párroco de la iglesia, ella quiso morir y fue a su oficina encontrando su rosario arreglado y una rosa en medio de él, sabía que él se había ido para siempre y con tristeza tomó su rosario y fue ante la imagen de la virgen encontrando un anillo de boda de oro entre los dedos derechos de la Inmaculada como si un orfebre la hubiera enclaustrado en la misma mano que el padre Sebastián sujetó con sus manos la suya y por más intento que se hizo para desarraigar de la mano el preciado objeto este no se desprendía convirtiéndose en el milagro de la virgen que convertía los sueños en oro, trayendo consigo muchos devotos, pero en su corazón Angélica sabía que era la consumación de su amor, con el cual iba a estar unida para toda la vida y sentiría sus besos con cada día dedicado a Dios, porque era El que la había hecho carne para sentir por siempre el amor de virgen, el amor de mujer purificado en un beso que le dió el aliento de vida para seguir su camino al cielo cultivando en este valle de espinas amores inexpugnables, uniéndolos hasta retoñar rosas que adornaran las cabezas de los seres celestiales que una vez reinaron en el jardín del Edén.
AUTOR:
Julio César Fontalvo
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