jueves, 3 de noviembre de 2011

COMPLICES DEL SILENCIO


COMPLICES DEL SILENCIO

Transcurrido un año en que había estado casi que “asechándola”, se batía en  la sola confusión; la realidad era que no podía apartarla de su cabeza, aunque ella lo hacía aterrizar en lo imposible de su sentir. Y poco a poco, como una semilla que en principio se rehusó a germinar, los hechos le demostraban que su persistencia les había acumulado un sin número de satisfacciones mutuas.

Él la encontraba encantadora, descubriendo que la suavidad de su ser, se traducía en hermosura; aunque no era una belleza a flor de labios, había que profundizar en ella para sentir la fragancia de su piel, lo apacible de su mirada, lo denso pero ligero de su amonado cabello, y lo sonoro de cada una de sus refrescantes palabras que salían  de sus carnosos labios.

Durante ese tiempo que la visitó, su paciencia lo ceñía a expresarle simplemente una habitual amistad, hasta despedirse a veces sin darle siquiera la mano; recuerda que sólo para diciembre del año anterior le dio un beso en la mejilla, porque siempre respetó su condición de mujer casada. Pero no fue por falta de voluntad, sino el haber sentido a plenitud los momentos donde ambos conversaban  sin ninguna restricción, lo que los hizo más cercanos el uno para el otro. La costumbre por llamarse transgredió la normalidad, qué de no ocurrir, se allegaba la impaciencia; hasta que vieron la necesidad de conciliar en claves para identificar cuando era él quien llamaba.

Él la frecuentaba casi siempre a eso de las diez, hora en que ella parecía hacer una pausa mañanera; y juntos, disponían el trajín del monótono día, alrededor de una refrescante taza de café con galletas. Entonces, recordaban que al principio las visitas eran diferentes y más espaciadas; y para él, ella era como un acontecimiento normal entre todo lo que debida hacer, aunque en el instante, antes de arrimar y después de irse, la pensaba; sin saber que se estaba gestando una atracción fuera de lo común.

Ella se quedaba fascinada por su visita, y pronto lo olvidaba porque se imbuía en los quehaceres del hogar, que como rutina diaria eran siempre lo mismo, a excepción del día lunes cuando lavaba la ropa. Esos quehaceres le daban hasta el medio día, y cuando se disponía a descansar pensando en cómo recibir a su esposo y sus dos hijos que llegaban a almorzar casi siempre a las carreras, y pocas veces con suficiente tiempo, se estresaba, porque esa hora se le hacía impredecible. Después, tenía espacio para sí misma: ya se podía soltar el cabello mientras se le secaba y se acicalaba con ropa limpia y fresca.
En ocasiones la visita de las mañanas se volvía amena, dedicándole casi una hora y le tenía que pedir que se marchara, porque le estaba cogiendo la tarde para todo lo que debía funcionar; pero él, hábilmente se le robaba diez o quince minutos, tratando de conseguir su aprobación:
-¡Esta bien, te espero mañana…!

Ella, en contadas ocasiones salía a comprar algo de la tienda en su afán por reponer lo que se le había acabado de la despensa, y de imprevisto se encontraban en cualquier cuadra del amontonado barrio; y quienes los veían en ese preciso momento juntos, observaban cómo los ojos de él relampagueaban, dejando escapar una chispa de satisfacción que le producía ese ligero encuentro.

Pero, los vecinos más cercanos y quienes los conocían, estimaban que ambos se respetaban, porque sabían de la seriedad de él, y a ella le atribuían lo bonito que era su familia, pasando por la mente de muchos una frase de alivio: “Ahí no pasa nada”. Aunque alguien se atrevió a insinuarle a él en algún momento:
- ¡Bonita la Sandra, no!

Él sintió que el comentario llevaba una intención, pero hábilmente la escabulló:
-¡Si, tan bonita como la Claudia, cómo la Sofía o cómo la señora Enriqueta!
Intempestivamente, pasaron varios días y después semanas en que no la pudo volver a visitar, y las horas de llamada coincidían con el momento en que la casa estaba llena de familia, y no podían conversar demasiado.
-¿Por qué no ha vuelto a arrimar?-Le preguntó Sandra por teléfono al hombre que la frecuentaba, pero éste argumentaba que lo habían mandado por varios días a otro lado de la ciudad.
A partir de esos días los quehaceres del hogar empezaron a salirle mal: Se le quemaba el arroz, el café le quedaba pasado de dulce y muy aguado, las sopas y los caldos salados. Se le vio desaliñada y distante; hasta que el esposo rompiendo el monótono silencio,  se atrevió a preguntarle:
-¿A dónde se han ido los encantos que nos hacían felices?
Pero ella muy cándida y llena de frustración le respondió:
-¡Eso mismo estaba por preguntarle desde hace más de un año…!
FIN

Autor: HAROLD RENGIFO SOLIS

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