miércoles, 2 de noviembre de 2011

Flaca


Flaca

Pasé la mitad de mi vida restándole importancia a los síntomas. La otra mitad, me la gasté cuidándome de las corrientes de viento y el pelo de los gatos. Después de haber vivido tan mal, quisiera devolver el tiempo hasta aquellos días de mayo cuando no dolía la cabeza y bañarse de sol no implicaba un mes de hospital. Lástima que ninguno de mis nietos quiera tomarse los minutos para escucharme o, tan sólo, para contarme sus planes y pedir consejos. Los viejos somos sabios porque ya vivimos y yo vendría siendo el ejemplo de una mala vida, el “antisabio”. Con razón.

Cuando era niño le temía a mi abuelo porque se portaba con severidad. Tuve miedo de mis padres, también, pero por el hecho de sentir culpa de no ser el que ellos se imaginaban. Y sé que la mayoría de la gente vive como yo: mal, a medias, arrepentidos de lo que pudo haber sido y no fue.

Debo confesar que desde aquel mayo, hace unos sesenta años, no creo haber dado un solo paso en la dirección indicada. Tan terrible resulta, a largo plazo, una decisión mínima, estúpida, como fue la de no hablar nunca con la mujer flaquita que compraba Alka Seltzer en la farmacia de mi padre. Era alta, como sacada de los guaduales de la canción, pero dejándome en la duda eterna de si tenía alma. Iba los martes y los viernes a las ocho de la mañana y pedía dos Alka Seltzer.

En esos días yo era novio de María y ayudaba al viejo en el negocio para que no me sermoneara. El magnánimo Augusto no soportaba que su hijo mayor quisiera ser abogado, mientras su alquimia ancestral iba cayendo en el olvido familiar. Cuando la flaca entró por primera vez, me causó simpatía. Siempre he sentido una fuerte tendencia hacia la solidaridad con la gente que sufre de trastornos gástricos. Además, en mi propia infancia, solía devorar pastillas efervescentes a manera de mecato.

Pero los días avanzaban y la flaca volvía. Noté que no era capaz de hablar cuando ella estaba. Pedía lo suyo, me pagaba y agradecía: me quedaba mudo. Y no era sino que llegara don Fidel, el relojero, o la hija de los Vidal, para que empezara a charlar sobre el clima, el fútbol, lo bonita que se había puesto Catalina o lo doloroso que es el nacido en la nalga izquierda de la vieja Velasco. A veces, coincidían todos con la flaca, pero ni así me atrevía a verla a los ojos y por lo menos contestarle “a la orden”. Siempre se marchaba, lo que se dice, vulgarmente ignorada.
Pronto supe que esa mujer larga, esa inmensa lágrima de Bachué, me dejaba mudo porque me gustaba. Claro, esa es una de las señales típicas del gusto. Y venía a comprar sus dos pastillas para el estómago o el guayabo, nunca lo supe, y sacaba monedas de un bolsillo del pantalón. Ponía la sencilla sobre el escaparate con unas manos blanquísimas y de uñas bien cuidadas, pero sin esmalte. Se ponía un anillo, al parecer de esmeralda, en el dedo corazón izquierdo y sonreía con todos los dientes, un tanto amarillos, tal vez por la nicotina.
Todo pasó en mayo. Un mes, nada más. El último día, el 31, despaché la orden de siempre. La flaca, y muy a mi pesar nunca supe su nombre, salió de la farmacia enrollada en la luz de la mañana. Se detuvo en el andén y lucía, ahora sí, como la mujer de mi destino.
Esa tarde, a las cuatro, salí a cumplir mi cita inevitable con el resto de mis días. Recorrí a pie, aunque con el frac puesto, las doce cuadras hasta la parroquia. Miraba con cuidado, como buscando un billete en el suelo, por si la flaca aparecía. Al llegar, María, mi eterna María estaba junto a su padre parada a un ladito del altar. Me recibió en sus brazos de algodón y caucho. Me abrió su boca para decir que ya estaba preocupada. Además, me dijo algo que no entendí y que no quisiera tener que preguntarle ahora.

Nombre: Juan Pablo Ramírez Idrobo

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