El “tumba-locas”
La redacción no era su fuerte. El trabajo en equipo constituía, entonces, la clave de su éxito. Ricardo explotaba bien esa fortaleza y superaba la falencia. Luego se ufanaba públicamente por sus logros, aunque algunos profesores le sugerían esforzarse más para ascender por mérito propio. Además, su falta de modestia alcanzaba los niveles más altos cuando sacaba a relucir los efectos de la cultura física y largas horas en el gimnasio del colegio, lo que, sumado a sus facciones finas, simétricas y bien proporcionadas, derivaba en los dos remoquetes que le adjudicaba el alumnado: las niñas lo llamaban “el irresistible” y los muchachos “el tumba-locas”.
Ricardo se quería mucho, por supuesto, pero le sobraba un poquito de amor para sus semejantes, sobre todo para las mujeres, y la cuota más alta era para María Clara, la chica por la que se derretía medio plantel. Ella, en cambio, parecía no fijarse en nadie, quizás por la sobreoferta de oportunidades con que podía contar dentro y fuera del colegio. Digamos que era refractaria frente a los piropos del Adonis, quien por selección natural en aquel contexto, era algo así como el macho alfa en la escala de oportunidades.
Samuel, compañero de María Clara y Ricardo en el grado décimo, escribía poemas para la diosa del grupo, aunque no se atrevía a entregárselos. Ni siquiera osaba enviarlos con algún amigo. Era tan tímido, que temblaba ante la posibilidad de dejar sus escritos sin firma en la silla de la criatura de sus sueños. A Samuel le angustiaba su desventaja física: los rezagos de la poliomielitis que sufrió a los cuatro años le habían marcado de por vida con la atrofia parcial de su pierna izquierda, y nunca había recibido apoyo psicológico.
Pues bien, llegada la fecha de graduación de los muchachos de undécimo, les correspondía a los de décimo organizar el festejo de despedida, así que Ricardo enfiló baterías al objetivo máximo (María Clara) y le pidió que en esa fiesta no bailara con ningún otro compañero, a lo que ella respondió afirmativamente pero con una condición: que el discurso de felicitación y despedida elaborado por él resultara seleccionado para la ceremonia.
Esa petición podía interpretarse de muchas formas, aunque Ricardo no se enfrascó en ellas, sino en su meta: cumplir el pedido y conquistar el corazón de la inalcanzable. Para lograrlo, obviamente, recurrió a Samuel, quien había elaborado el texto con anticipación, a conciencia y con el propósito de obtener la nota más alta en español y lucirse en esa fecha.
Samuel se derretía por María Clara, pero eso no impedía su amor por los compañeros, de modo que cuando Ricardo le pidió ayuda, no vaciló en cederle su composición y escribir otra que le asegurara una buena calificación pero que no derrotara la del “tumbalocas”. Así, Ricardo se llevó los laureles y bajó del estrado a cobrar su premio: bailar con la chica más bella del pueblo y proponerle una relación afectiva.
Pese a todo, Samuel aplaudió, sin frustración ni envidia, y sin sospechar que aquel gesto de compañerismo y desprendimiento fue la señal mágica para que María Clara lo sacara a bailar y le pidiera aceptarle una amistad seria, con posibilidad de noviazgo. Ella le confesó que admiraba sus poemas, los que leía con la complicidad de otros compañeros, y que siempre se supo destinataria de ellos.
Ricardo comprendió que sus armas habían fallado, admitió que el discurso no era suyo y abrazó a Samuel para reconocer que aquella vez lo había vencido, pero –lo más importante- para ratificarle que su afecto era a prueba competencias escolares y que su amistad sería para toda la vida.
AUTOR_:
Autor: Darío Echeverri Salazar,
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