jueves, 3 de noviembre de 2011

Correspondencia


Correspondencia


Un hombre emponzoñado con el vicio de escribir aprendió todas las leyes para mandar una carta. A la semana no había rostro mejor conocido en la oficina del correo. Iba a diario. Se aparecía de balde sin dejar la estela de polvo seco en la cortina de la entrada, con su cara de niño grande, y dos cartas. Las primeras mareaban por la sobrecarga de agua de colonia y la caligrafía de noble que parecía botín de guerra. Ajustaba los vericuetos de entrevista del correo para no tener que decir una sola palabra. A lo largo de nueve días, había enviado más sobres que el ayuntamiento, y recibido menos que un muerto reciente.
La oficina fabricó la sana costumbre de recibirlo con un ventarrón de complicidad, a la espera de conocer sus motivos. Era tan denso el forcejeo entre la ternura silvestre del servicio y la desgana sin vida del cliente que podía cogerse del suelo con las manos. Por más fuego que tuvieran los ojos de los empleados, él no habló. No se podía abrir su boca; mucho menos sus cartas. Un mes más tarde su presencia se había cosido sin remedio a la rutina muerta de los pueblos calientes. Se le atendía sin gracia, con la sonrisa de protocolo de los obreros de gobierno.
Las cartas metidas en paquetes de manila mostaza no llevaban nombres sino dos direcciones contrarias. El repartidor contó que el buzón de la casa de destino era un barril de petróleo arreglado, y que ha debido embutir con sus manos el mar de papel y tinta para hacer espacio a los nuevos mensajes.
Al año exacto se le miraba con una pesadumbre de vegetal. Los empleados sabían en sus silencios de cubículo que de llegar respuesta el pueblo no soportaría tanta conmoción, y se echaría al olvido. Por lo mismo guardaban la calma. A nadie le tardaba más de cuatro meses una respuesta escrita, y mucho menos si mandaba pares cada mañana.
Una tarde de un calor que no dejó trabajar a las hormigas, el repartidor atravesó la penumbra de la bodega con un saco de fique más grande que él a hombros. Lo llevó a la recepción, bajo la división de atendencias, y al soltarlo sonó un golpe sordo, como una pedrada de sapo. Se limpió el sudor, y dijo entre dientes negros y cansados: “Para el señor que no habla”.
La colectiva de carteros se precipitó de inmediato sobre el costal, y lo tocaron como si se tratara de un nuevo Dios de la lluvia. Se oían rumores inentendibles, las uñas cayendo contra el piso de cemento sin tapiar, los hilillos de sudor tapando el polvo  de betún barato.
De golpe y menos temprano que de costumbre el hombre hizo su entrada. La pelota amorfa de personas sobre el costal se disolvió como moscas alborotadas. Entonces quedaron él y el saco solamente. Se acercó a él, lo miró y reconoció el río de agua de colonia cristalizada. Se echó el saco a hombro, y salió sin expresiones del despacho, dejando en el suelo baboso una carta pequeña que se salió volando del costal.
Las moscas humanas volvieron a derrumbarse sobre el papelito, y se revolcaron entre sí por su posesión. Luego de varios minutos de uniformes desgarrados y charoles echados a perder, una mano de mujer salió en la cima de la guerra con la carta en los dedos. Los funcionarios detuvieron la riña, y se arrodillaron a leer en voz baja la carta de amor más fina de sus vidas. Después de acabar, se ahogaron en sus sudores y sus rasguños, extraviados por el soplo helado de la vida.
La oficina se volvió un lago inalterable  de aguas de poros y leche materna hervido por el calor de pueblo remoto.
El hombre decidió hacer una hoguera con el tambo de sus cartas devueltas, los folletos de Girondo, las cortinas de seda heredadas y sus huesos de niño grande.
Ni el sonido de risa de la sirena de bomberos, ni los gritos del gentío de afuera, ni las bocanadas de humo lograron remover el sueño de agua de la tina humana de la oficina de correos.

AUTOR
Juan Camilo Botía Mena
CUCUTA




.

No hay comentarios: