miércoles, 2 de noviembre de 2011

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Era una mañana de agosto, con el sol rimbombante en el cielo y una brisa fuerte que hacía elevar las cometas y levantar las faldas de las mujeres.   En el parque estaba Natalia sentada en una banca.   Su madre, una octogenaria de cabellos blancos y alborotados yacía sentada en la hierba mirando al vacío. Haciéndole compañía a esta última,  una niña de apenas tres años, se divertía arrancando flores amarillas de diente de león y poniéndoselas en la cabeza a su abuela.
-Abela, ahora padeces princesa como yo- decía la pequeña, aunque la vieja parecía no escucharle.
Natalia cerró un poco los ojos… no le gustaba perder de vista ni a su madre ni a su pequeña, y entre las canciones que entonaba la pequeña ajena a su inocencia y la brisa cálida de agosto y el sol calentándole la cara, a Natalia se le hizo ver la representación de los extremos de la vida: el vigor de lo que comienza y lo marchito de lo que está por terminar.  En la semana Natalia se la pasaba pensando en las cuentas, en cómo seguir manteniendo a su pequeña en el jardín, pagar el arriendo de su casa y costear a la enfermera que cuidaba de mamá además de miles y miles de cosas por pagar que se iban a acumulando una tras otras, pero era en momentos como éste en que se preguntaba si de verdad todo valía la pena, porque ya tenía 35 y no había encontrado un hombro sobre el cual apoyarse y a veces, todo se hacía tan, tan difícil.   Sus amigas le habían aconsejado que para recortar gastos hablara con sus hermanos y metiera a la vieja en un ancianato, donde por una cómoda cuota mensual podrían cuidar a su madre, pero ella no se sentía capaz de tal cosa, quizá porque no le gustaba la idea de que si un día ella terminara como su madre, su hija la tirara como trasto viejo en un lugar como aquellos.
La niña vino corriendo hacia su madre.  –Mamá, mamá, la abela dice algo…  
-Déjala- contestó Natalia –Ya sabes cómo es la abuela.
La niña volvió a sentarse a lado de la abuela y después de un rato, parecía que entre ellas se estaba formando un debate.  No es que se viera a la abuela con ademanes exagerados, simplemente movía los labios y la pequeña acercaba su rostro como para escuchar mejor.   Luego la pequeña comenzó a lloriquear.   Natalia se levantó de su banca y fue donde estaban su madre y su pequeña hija.
-¿Y ahora qué pasa Querida?
La pequeña respondió con lágrimas en los ojos y haciendo un puchero:
-La abela dice que se cayó el bebé, que se cayó el bebé…
Natalia miró a todos lados y no observó nada.  Luego se acercó donde su madre y trató de escuchar lo que balbuceaba:
-E.. el bebé se ha ca-caído…
Natalia se quedó sorprendida… hacía mucho que su madre no pronunciaba una palabra.   Luego le dijo:
-Mamá, por qué dices eso?
La señora levantó lentamente su mano y señaló cerca a un frondoso árbol.   Natalia hizo caso del gesto y se acercó caminando y entonces observó un pichón, quizá un pequeño gorríon, que se había caído de su nido.   Natalia hizo cuna con sus manos y tomó al indefenso pequeño.   Luego dio varias vueltas al árbol hasta que observó el lugar del nido que no estaba muy alto y haciendo memoria de sus aventuras de la infancia, escaló por el tronco, entre las ramas, hasta dejar al pequeño en su nido.
Luego bajó y al pie del árbol estaban esperándola su pequeña hija y su madre, agarradas de la mano.   La niña corrió hacia donde Natalia y la abrazó por el cuello.
-Eres mi hédoe- le dijo riendo.
Natalia sonrió y entonces miró a su madre ahí parada que también estaba sonriendo.   Ahora sabía que todo valía la pena.
-Vamos a comer un helado- dijo Natalia y tomó de gancho a su madre y en su otra mano a su hija y se fue feliz  sintiéndose como toda una heroína.

Autor:        César Ernesto Maya Arteaga

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