miércoles, 2 de noviembre de 2011

AMOR DE LEJOS…


AMOR DE LEJOS…

La conocí por casualidad en un encuentro de estudiantes de Ciencias Sociales que se llevó a cabo en la Universidad Distrital de Bogotá.
En un receso entré a la oficina de la secretaria del certamen  con un compañero que quería solicitar una información.  Me miro y me dijo:
—Por ahí lo preguntaron… ya lo reconocen por la ruana.
Era lógico, no pasaba desapercibido. Había viajado con una ruana verde con una cría de loros estampados y que llegaba hasta el piso.
Veinte días después volví a otro encuentro que se celebró en la Universidad Nacional. En el cierre la encontré hablando con un muchacho que venía de Cali, pero como se ausentó para alistar su maleta, llegué y la saludé.
—Lástima que no haya estado antes —le dije y al rato busqué sus ojos de tinta negra.
Cuando llegó mi turno de partir me propuso:
—Si quiere puede quedarse en mi casa y mañana se va.
Al día siguiente me acompañó hasta la terminal de buses y nos despedimos cantando: “Volveré” de Wilfrido Vargas. Nos besamos como si nos fuéramos a morir.
Mantuvimos nuestro romance con cartas hasta que no aguanté más y la visité. El resultado: mantuvimos en vigencia nuestra relación. Un diciembre vino a mi ciudad y me dije: “Lo nuestro será eterno”, pero llegó un momento en que las cartas fueron letra muerta y decidió olvidarme. Le seguí escribiendo porque me podían los recuerdos, pero con el tiempo dejó de responderme las cartas y dejé de enviárselas. En La última le reclamé: “… ¿Por qué no me escribes? ¿Qué razones causan su inmodestia? Como me azotan los recuerdos de tus letras muertas que amargan mi memoria”. Como no volví a escribirle tomé la decisión de viajar a Bogotá. Llegué a la terminal y me dirigí al centro en busca de su casa. En el camino me llevé una gran sorpresa porque en la plaza de toros oí que Wilfrido Vargas entonaba la canción que cantamos una vez en la terminal. Con esa letra me pareció romántico el frío, el cielo sin estrellas y la oscuridad de la ciudad  contaminada. Llegué a su casa, pero vaya sorpresa: ya no vivía allí. Para colmo de males en las universidades estaban de vacaciones y solo me quedó la esperanza de encontrarla en una discoteca que frecuentaba cerca de la universidad. A las siete me acerqué al sitio, pero no había nadie, de modo que volví a las ocho y me paré en el centro de la pista de baile. Varios muchachos se pararon y danzaron a mi alrededor, luego me dirigí a un rincón y una de las que bailaba me miró. Me le acerqué, pero disimuló y agarró a su pareja de la cintura. Estaba seguro de que era ella y opté por abordarla con toda la vergüenza del mundo, sin el orgullo de otro tiempo y con la voz quebrada.
 —¡Samandra…!
—¿Quién es usted?
El hombre al verla desconcertada se paró como un resorte y recogió los músculos para aplastar la alimaña que estropeaba su diversión.
—No diga que no me conoce —volví a decirle sin importarme su amigo.
—¿Quién es usted?
    
El hombre se me abalanzó. Lo esquivé y se volteó una mesa. Cayeron vasos al piso. Prendieron las luces y  me puse a correr para que no me pisoteara como a una cucaracha.
   
Levanté la vista hacia el cielo oscuro. Me vi como un estúpido y apreté los labios con rabia. Varias lágrimas bañaron mi cara mientras regresaba a mi ciudad.

John Jairo Zuluaga Londoño

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