Ese niño que soy será un recuerdo. Seguirá revoloteando sudoroso y feliz en otros pasillos del destino. No sé hasta cuándo mantendrá el cadencioso aleteo nasal de su resistencia a morir. Mientras lo indago, me motiva una idea indiscreta, que me invita a la transfiguración, a la metamorfosis de mi egoísmo, a la transfiguración de los temores que me han envuelto, a los prejuicios que otros han creado de mí, que ya no logro reconocerme, como si este estado fuera la inercia natural de la mocedad, que nos hostiga hasta obligarnos olvidar.
En la desvarío de este sermón conmigo mismo, intento aferrarme a algún recuerdo de mi niñez, con tanta ansiedad como un naufrago en alta mar, pero, ¿Cual niñez?, si fue ajena a mí, solo de ratos parecía vivir, de hecho no recuerdo un evento grato de mi infancia en el que mi padre estuviera presente, nunca jugamos al futbol, ni fuimos a un circo. Siempre mire con recelo a los niños afortunados que tuvieron otra suerte. En contraste mi madre, que puyaba siempre el régimen implacable, al celo por la puntualidad, al cumplimiento riguroso de sus deberes como prueba de la responsabilidad que tenía que cargar con mis propias obligaciones. Pobre mujer, que no se otorgaba licencias ni en días sabáticos, más que un ceño fruncido, percibía tanta inercia como una planta en tierra seca. Otras veces resignada y triste, gastaba horas en lúgubres oraciones queriéndome dar en adopción al todopoderoso, no sé si naufragaría en el inmenso mar bravío de la casa, la obligación y el trabajo. A veces me ataca la sensación de culpa por haberla dejado sola, por más que intente convencerme que yo no era un Cristo para redimirle su malograda vida.
Pero no puedo detener la sigilosa mutación. No hay día que no me traiga novedades. La vida se alborota a mí alrededor y siento que me empuja. Apenas me reconozco en el espejo. Y no me gusta lo que veo, madre. Quisiera ser otro. Otro con menos espinillas, con una mirada menos iracunda. Quisiera ser menos, pero soy más. En esa lucha permanente contra mi mismo, se me van las horas y el sueño. Pienso que pude haber vencido a ese otro yo, que intentaba alejarse desesperadamente de los veranos estivales del futbol, de lo juegos infantiles, de las peleas callejeras, de tu cariño inagotable, madre. Soy testarudo, y lo hubiera sometido, tarde o temprano. Solo hubiera sido necesaria una dosis exacta de concentración en la batalla, al fin y al cabo, el niño es más ágil, se detiene menos a cuestionarse cada movimiento, y por lo tanto, tarda menos en decidir una acometida.
Pero no se pudo, porque una tarde cualquiera, en medio de un aguacero terrible pasó ella, corriendo con furia, como si no huyera del agua del cielo, si no de un terrible asesino que la hostigaba. Sus cabellos negros, empapados, se pegaban a su cutis de luna y a su cuello altivo y delicado.
Yo corrí, madre, corrí tras ella como un loco, me mojé en su misma lluvia. Los goterones me nublaban la vista. Ella cruzó la esquina en donde se agota mi barrio, y se enfiló hacia las afueras, como si buscara el cobijo verde de las montañas circundantes. Llegué hasta las últimas calles. Fui a la izquierda, a la derecha, volví al punto de partida, y nada. La perdí en los recovecos de los suburbios. Entonces, algo como un aguijón que no existe, pero que hace daño, se me clavó por dentro, y ya no me deja vivir, madre.
Sueño con ella. Su imagen mojada, su mirada enloquecida son como un sello que no me permite concentrarme en nada. Dejé atrás todos los recuerdos inútiles, y ya soy el otro, el del espejo. Y me paro cada tarde en el balcón, rogando que llueva, esperando, con los ojos como platos, a que aparezca de la nada.
El niño ha sucumbido, madre. Ha perdido la batalla. Y por si algún día vuelve a aparecer y no tengo tiempo de despedirme, te digo adiós madre.
Adrian Felipe Acosta Dorado
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