El café dejó de ser un gusto y empezó, paulatinamente, a ser una obligación. Aquí, en la fonda Abecedario, cada miércoles te espero. Hace unos crepúsculos, exacto, cuando el café era un gusto, tu taza lucía tu labial en su borde, orgullosa, espléndida. Me pregunto cómo has podido hacerle eso y me echo a llorar. La besabas para llenarte de su contenido, a mí me besabas para dármelo, cafeinizándome. Que se jodan tus cartas. Las voy a dejar en el canapé frente a la ventana para que las cubra el salitre y se disuelvan en el salado aire del mar en el que una vez, por impasibles, casi nos ahogamos. Y ahora, sólo ahora me doy cuenta de que quizá no eras tan diferente al malecón extraordinario donde algún joven conquistó a la que ahora es su mujer. Vuelvo en mí. La mesera se acostumbró tiempo ha a que soy algo así como una estatua y que mi pedestal es esta mesa, donde siempre recreo aquel momento: me pinto los labios de mauve métallique y beso la taza –ahí estás–, la pongo frente a mí como si estuviera frente a ti; digo alguna cosa sobre esos ojos tan tuyos que no están, y me muerdo los nudillos de ganas de besar el lunar extraviado que creo ver. Tus cartas no se van a joder. El salitre es lento. ¿Qué tal París, París? ¿Feliz por cumplir el sueño de visitar la ciudad de tu nombre? ¿Contenta y a la vez triste de estar con tu nombre mientras yo no? ¿Tu nombre está bonito? ¿Y la ciudad, también? Déjame lo de siempre, lo de siempre en las cartas. No quiero que se jodan, a mí me gustan. Las tomo entre mis manos, las acuno en mi regazo como acunaron alguna vez mis labios tu lunar. Agarro una de ellas, la abro despacito, cambio mi tono de voz hasta que sólo hay un hilillo que nos diferencia y me empiezo a leer lo que dices: “¡París está bellísima! Yo también, has de saberlo por las fotos que te envié, y perdóname la modestia que me falta, querido.” Escribes dos puntos y un paréntesis. “¿Qué tal el clima por allá? Acá estamos como a cinco grados. Nos toca abrigarnos mucho. Quisiera que me calentaras con tu abrazo, ¿cuándo vienes?”. Escribes dos puntos y una dé mayúscula, que sé irremediablemente se transforman en una cara llena de entusiasmo. Sigo imitando tu voz: “Te extraño muchísimo. En serio espero puedas venir pronto. Sabes que no podré volver a casa hasta bien entrado el otoño, por el mes de septiembre”. Lo sé, lo sé mejor. Esta es la carta que me traje a la fonda hoy, la del 17 de marzo, en la que también me dejas saber la forma tan particular con la que cuentas los días para vernos. Amo esta carta. A ti también te amo. “Y como sabes, jamás podrá faltar mi posdata”. No, no podrá faltar. Tras un sorbo de café y mirar la taza que no sostienes, no tengo que leer completamente para saber que siempre me dejas posdata: te amo, no tengo que leer completamente para saber que el amor tiene el color de tu pintalabios.
Daniel Alonso Carbonell Parody.