CATEGORIA 2 TERCER
PUESTO
MAKERULE Y
MATACHA: UN AMOR ESCRITO CON RABIA
El amor, es como una
enfermedad incurable.
Es extraño que no se detecten
víctimas mortales. No han habido casos de reproche, garantía o devolución de
dinero, y en general, la persona infectada, por sus síntomas (sudor excesivo,
malestar general, intranquilidad, asociado con la palpitación exagerada y
masiva del corazón y mariposas en el estomago), acepta y lleva con prudencia su
condena. La mayoría encuentra un mamífero de su misma especie, que atendiendo
al llamado de los síntomas, se deja infectar en la total conciencia de sus
efectos secundarios.
Por esta razón Makerule, un
perrito negrito, crespo y juguetón, cada que pasaba la galería, atravesaba el
convento de las Hermanas de La Divina Prudencia, y levantaba su pata en los
tarros para gaseosa llenos con agua en el poste de la esquina, creía que el
amor se le iba por ahí: por el alma. Justo cuando el líquido fluía, cómo era ya
costumbre, Matacha, una criolla perrita caramelo, coqueta pero seria, le salía al
paso.
Todos los días, justo a la
misma hora, atravesaba la cuadra, observaba el proceso fisiológico de su
contraparte masculina, y seguía su recorrido hacía el hueso matutino en la
carnicería de don Pancho. Cada día era igual: Makerule, La pata, los tarros, el
amor que fluía, Matacha coqueta, el hueso. A veces, Makerule olvidaba que su
proceso había terminado, y mantenía la esperanza de verla regresar, aún con la
pata levantada. Pero ella, digna fémina canina, lo hacía por la cuadra
contraria. No obstante, lo miraba
esperarla, riendo cómo lo hacen los canes, en la esquina, al otro lado de la
acera.
El perrito negrito y juguetón,
no le era indiferente a la criolla perrita caramelo. Por el contrario, su
persistencia en el poste, su mirada perdida y la constancia fisiológica le
parecían encantadoras. Sólo que a diferencia del gusto que espiritualmente
sentía por él, la alejaba lo que físicamente era reprochable en todo sentido:
la saliva, espumosa, blanca y pastosa, que le brotaba desproporcionada por la boca
a Makerule.
La gente le huía, le amenazaba
y hasta le perseguía para asestarle una pedrada o un garrote en la cabeza por
su baba ilimitada. Makerule en el sopor de su amor, creía que eso, sólo era un
efecto secundario de sus sentimientos por Matacha. Los niños le correteaban
gritándole "perro pulgoso! andáte con tu rabia para la perrera", lo
cual no comprendía, porque era dócil y manso. Sólo esa baba. Sólo esa espuma
que asustaba, emanando de su boca. La gente del barrio, confabulaba en corrillos,
envenenarlo, atravesarlo con el carro de Don Cuco, patearlo, bañarlo en agua
hirviendo... Y él sólo escapaba al
refugio que lo alentaba para no morir de la desesperación: El cartón de
Matacha.
Alguna vez, mientras la veía
alelado, Matacha le oyó decir a alguien, que todo estaba listo para darle
cacería. Ella sólo pensó en correr al poste y llevarlo a empellones al voltear
del río, debajo del puente, a la caja de cartón. Ahí se confundían los dos,
cada que la amenaza de morir era inminente.
Al principio, Makerule se
mostraba tímido y nervioso. Buscaba aislarse para comprender su estado
involuntario de amor, y asumía el calor de Matacha cómo una cura a los síntomas
que se hacían día a día más evidentes.
Era martes, cuando un niño
reciclador trato de arrebatarles la cama. Makerule, iracundo y ofendido, a
dentelladas y ladridos, le hirió una pierna. El niño, en medio de sus sollozos
y dolor, huyo hacia la carreta que lo esperaba en la parte superior del puente.
El miércoles, le oyó decir a un reciclador adulto, que el niño estaba enfermo.
Que una mordida le había provocado fiebre constante y postración. El jueves,
Matacha se enteró que el niño babeaba y se ahogaba en sus propios fluidos. Para
el viernes, no podía caminar. El lunes, todos en el barrio, colaboraron para
las exequias.
Makerule, sintió que el amor
no lo era. Que si lo que padecía, en iguales condiciones, mataba a sus
verdugos, entonces el amor no debía de ser así. Eso lo comprendió en el momento
exacto en el que ya no pudo moverse de la caja.
En su costumbre de ir por el
hueso, Matacha observó en el parque a Patán, el Pug de doña Luisa, a Teo, el
Golden de don Matias, a Bruno, el Siamés de don Fernando, y a muchos más, en
una fila interminable de canes y felinos. Al final, una mesa, un doctor, una
caja, y jeringuillas por doquier. La campaña, la voceaba un zanquero:
- No deje morir a su mascota.
Sepa de los síntomas y combata la enfermedad: Nerviosismo, baba constante,
irritabilidad, parálisis y muerte inminente. Sea consciente, vacune y salve a
su mejor amigo - .
Matacha, comprendió que el
amor era rabia, y que Makerule, sin garrotes, venenos o verdugos, moría
lentamente. Ni con hambre, había corrido
tanto en su vida de regreso a la caja. Lo encontró. Pero él ya no estaba...
Tiempo después, la
municipalidad, en su jornada habitual de recolección de animales callejeros,
halló a Matacha debajo del puente. No opuso resistencia. A ella la campaña le
había salvado la vida.
A ella, la rabia le había
arrebatado a su compañero negrito y juguetón.
A ella, el amor le dejó 5
crespitos cachorritos caramelo, que la siguieron hasta el camión de protección
para animales.
Edwin
Garzón
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