martes, 20 de noviembre de 2012

III CONCURSO NAL DE HISTORIAS DE AMOR


CATEGORIA 2 PRIMER PUESTO

POR QUINTA VEZ

Me deslicé hacia un costado del banco y le señalé que se sentara. Era la segunda clase pero parecía una dejavú de la semana anterior. Puse sus manos sobre las teclas para que percibiera esa lisa y tibia sensación que transmite un viejo piano de cola. Recorrimos el teclado en su totalidad, sin orden, sin prisa, sin objetivo; como deben ser todos los paseos.

Nuestras manos se posaron sobre el Do central y en ese instante me pidió que tocara. Alguien dijo una vez que las notas son las siete maravillas del mundo de la música. Pues en ese instante las busqué por entre las teclas, me sumergí  en un mar de sonidos y silencios y por segunda vez fui feliz; la miré sutilmente de reojo, como si hubiera visto un fantasma de pasado y al ver sus ojos pardos fijos en sus manos me detuve. Con mi mirada la invité a que continuara mi tonada y con la espontaneidad digna de un infante tocó sin saber qué notas nacían. Siguió tocando por un período incognoscible de tiempo y ahí fui feliz una tercera vez.  Náyade se abandonó en el piano y aunque no era posible parecía que supiera qué estaba haciendo, parecía tocar una de esas composiciones de los grandes de la música a los cuales ninguno de los dos hemos oído, de una manera encantadoramente fea hacía sonar al piano como sólo lo haría ella…como sólo podría tocarme a mí. Se detuvo. Me miro y deslizó su mirada a través de mis ojos. Un me gustas brillaba en ellos. La abracé. Fui feliz por cuarta vez.

Me indicó que se tenía que ir y me hizo una seña que no entendí. Sólo con ella había vuelto a practicar ese lenguaje y las señas como cualquier otra cosa se olvidan con el desuso. Ahí comprendí que nunca volvería a dejar de practicarlo. Me juró que volvería, que quería aprender a tocar el piano. Que era el mejor pianista que existía y que sólo yo debía enseñarle. Partió tras un tímido beso. Me asomé por la ventana y viéndola alejarse me prometí que nunca aprendería a tocar, no debía saber de música. Era verdad, sólo yo debía enseñarle; sólo ella podría aprender de alguien que no sabe absolutamente nada de piano, sólo ella podría en su sordera oír las tonadas de mis sentimientos por ella.
Ha pasado una semana. Es jueves. La ansío. Espero frente el piano sin poder tocarlo: literalmente. Suenan pasos. Por fin ha llegado. Ha llegado la quinta vez para ser feliz.

LEONARDO HELBERT CAMARGO PINTO

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