CATEGORIA 2
SEGUNDO PUESTO
NO ERA UNA
LÁGRIMA, ERA PERLA
Ella
era tan suya que ni el mar le podía arrancar ese sabor agridulce a noches
perdidas, era libre, no como el viento sino junto a el, tenía los cabellos
largos como las madrugadas en vela y una sonrisa de luna llena, era ella, la de
pelo enredado, besos viejos, desgastados, la que intentaba amar en la banca más
sucia y triste de un parque donde el vaivén de los columpios se hacían
recuerdo, aquel parque de su infancia donde ya nadie quería jugar, donde las
horas se le escurrían por el cuerpo y la tristeza desbordaba sus ojos caídos.
Perla,
así le había puesto su madre deseando recordarse en ella, quizá por eso sin
saberlo tenía un pasado más viejo que sus 26 años y una melancolía que le
agarraba tan fuerte el alma, que le obligaba cada tarde a caminar y la
abandonaba a merced de la misma banca sucia donde soñaba con los ojos abiertos
y la esperanza frágil pero aún viva.
Ese
día en que la tarde volteó para mirarla con ojos aturdidos y sacudirle el polvo
que llevaba en el corazón, salió de casa dispuesta a lo de siempre, un torrente
de pasos sin sentido uno tras otro, los más veloces que tocaron esas tierras,
una marcha absurda como si quisiera llegar a algún lado, cuando su única cita
era con un montón de troncos hechos silla en un parque al que ni siquiera los
pájaros se arrimaban a reposar y con esa maraña de sueños enredados hechos de
llanto y algo más. Así se extinguieron sus pasos del camino, llegando a su refugio
de madera seca donde se fue perdiendo en la mirada profunda de unos ojos miel
que se habían posado en los suyos, los de un ser desconocido que se había
aventurado a entrar en aquel parque viejo lleno de soledad, y se había disipado
en el silencio cálido de las horas, en la misma banca triste que Perla regaba
cada tarde con sus lágrimas.
No hubo nombres, tristeza, ni
llanto, no hubo nada de lo que solía haber, ni siquiera el silencio era el
mismo, solo existían sus manos besándose en danza ritual y sus miradas
penetrándose tan hondamente que ambas almas se estremecían al son de las
manecillas afónicas del tiempo. Se habían
desmoronado los ahogos, se había derretido ese frío de la soledad, supieron
entonces que se habían encontrado, nacido para limpiarse las tristezas y para
dejarse, porque la perfección es efímera y aquel encuentro ya era inmortal.
Yinna
Isabel Ortiz Ordoñez
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