domingo, 10 de junio de 2012

SAN ANTONIO, BIOGRAFIA 3

TERCERA PARTE
BIOGRAFIA DE SANANTONIO DE PADUA




DE MONTEPAOLO A BOLONIA
Recordando ese tiempo de gracia, oración y contemplación, Antonio escribe en sus Sermones: «La suavidad de la vida contemplativa es más preciosa que todas las actividades, y cuanto se pueda desear no es comparable con ella. El hombre espiritual, alejándose de la solicitud de las cosas terrestres y entrando en el secreto de su conciencia, cierra la puerta a los cinco sentidos y reposa absorto en la divina contemplación, en la que gusta la quietud de la suprema dulzura. Las delicias del Espíritu, cuando son gustadas, no producen tedio, sino que acrecen cada vez más el deseo de gozarlas y amarlas. En la suavidad de la contemplación el alma rejuvenece».
Un año después -las antiguas biografías dicen simplemente: «después de mucho tiempo»-, el Señor, que escribe derecho con líneas torcidas, se va a fijar en él. En el mes de mayo o de septiembre de 1222, en la catedral de Forlí hubo ordenaciones de franciscanos y dominicos. Para felicitar a los ordenados, se encargaba a un orador que hiciese el panegírico. Había sido encargado un dominico, pero motivos que desconocemos no le permitieron estar presente. Se buscó un sustituto entre las dos familias religiosas, pero todos declinaban la oferta, ya que nadie estaba dispuesto a improvisar. Después de diversas ofertas y ninguna aceptación, el hermano Gracián se dirigió al portugués Antonio, cuyas cualidades ciertamente conocía.
Antonio manifestó la calidad de su formación, la altura de su oratoria y la profundidad de su discurso ensalzando la sublimidad del sacerdocio. A partir de este momento, a Antonio, recuperado físicamente y espiritualmente robustecido, se le va a encomendar la predicación al pueblo de Dios.
Después de su recuperación física y espiritual en Montepaolo, el ministro provincial Gracián le presenta y ofrece un nuevo campo misionero: la predicación en la provincia de Romaña, en la que abundan los grandes centros urbanos: Bolonia, Cremona, Parma, Rímini, Milán, Verona, Piacenza..., donde prevalece la industria, el comercio y la naciente banca, y donde hay mucha mano de obra barata procedente de los campos; en todos estos lugares se difunde la propaganda de doctrinas «cátaras», cuyos exponentes se hallan en conflicto con el Evangelio y la Iglesia.
Ante esta situación, Antonio escribe: «La predicación debe ser recta, para que no aparte al predicador con sus obras de lo que dice en el sermón. De hecho, pierde su fuerza la palabra cuando no va ayudada por las obras». Y añade: «Los predicadores deben primero ejercitarse en el aire de la contemplación con deseos de felicidad celestial, para después ser capaces de alimentarse a sí mismos y a otros con el pan de la palabra de Dios».
En Rímini, Antonio predicó al pueblo, y constató que no era fácil ganarse el aprecio de la gente. Sufrió mucho, se vio aislado, teniendo que trasladar los «altavoces» de la buena noticia fuera de la ciudad, al puerto, a la desembocadura de los ríos, al lado de los «menores» de la sociedad: la mano de obra barata, que de día entraba en la ciudad para realizar los más variados oficios y por la tarde la abandonaba para descansar en los suburbios extramuros de la ciudad, los pescadores y obreros del puerto constituyen el grupo de los que en la predicación están en la primera fila de los «menores» (los peces más pequeños, dice la leyenda), luego otros y otros; también los grandes de la ciudad (los peces mayores de la leyenda), curiosos más que oyentes de sus palabras, le espían la vida, pero el miedo a perder a los «menores» hará que muchos cambien sus actitudes religiosas y sociales. En este ambiente se realiza «el milagro de los peces», como lo llama la leyenda Florentina. Lo importante es el cambio de actitud de muchos curiosos. Así se hilan las «florecillas antonianas».
La catequesis de Antonio y de sus compañeros se ciñe a la confesión y la Eucaristía, muy en sintonía con los criterios de Honorio III y las cartas de Francisco de Asís. Los cátaros negaban la presencia real de Cristo en la Eucaristía. El gusanillo de la inquietud penetró en Bonillo, obispo cátaro. Después de las catequesis, a veces multitudinarias, bombardeaba a Antonio a preguntas. Pero lo que más llamaba su atención era la vida y el testimonio de Antonio. Al final se convirtió y arrastró a muchos tras él.
Un día, cuenta la tradición, un ciudadano de Rímini le propuso a Antonio algo inesperado: «Tengo una mula en mi casa. Defiendes que Jesús está presente en la Eucaristía; pues bien, yo no daré pienso al animal durante tres días. Al cuarto, tú te presentas con la Eucaristía en la plaza mayor, mientras yo traigo la mula ante un pesebre, lleno de cebada. El animal será un signo».
El verdadero milagro era la predicación y la catequesis al pueblo, en las que Antonio conjugaba muy bien lo que se dice y lo que se enseña con la vida. El testimonio de la vida fue el mejor desafío misionero que Antonio de Padua presentó en el ambiente cátaro de Rímini.
MAESTRO EN TEOLOGÍA
El hermano Gracián pedirá a Antonio que abandone la predicación itinerante y vaya a Bolonia. En las afueras de la ciudad estaba el convento de Santa María de la Pugliola. Bolonia, una ciudad universitaria, abre a los frailes menores las puertas del estudio de la teología, y a Antonio se le encomienda la enseñanza de la misma a sus hermanos los franciscanos.
Mientras enseña en Bolonia le llega una breve pero entrañable carta de Francisco de Asís. Dice así: «Al hermano Antonio, mi obispo, el hermano Francisco: salud. Me agrada que enseñes la sagrada teología a los hermanos, a condición de que, por razón de este estudio, no apagues en ellos el espíritu de la oración y devoción, como se contiene en la regla».
Con esta carta, Francisco da una respuesta personal y positiva a favor de los estudios y la formación de los frailes de su Orden; con esta carta, la Orden franciscana obtiene de Francisco el apoyo de la cultura, el saber teológico y filosófico; con esta carta, Francisco aprueba y bendice el primer estudio teológico de la Orden.
Francisco otorga a Antonio el título de «obispo». Así como el obispo tiene la «cátedra» para la docencia al pueblo cristiano en la iglesia-catedral, el teólogo, Antonio, tiene la suya para la enseñanza de la teología a sus hermanos.
Tomás Gallo, en sus comentarios sobre la teología mística de Dionisio el Areopagita, da fe de la talla teológica de Antonio: «Yo mismo he experimentado en mi trato familiar con San Antonio, de la Orden de los menores, que con rapidez alcanzó y retuvo la teología mística..., y a ejemplo de San Juan Bautista ardía en su interior e iluminaba al exterior».
La enseñanza no mermó su dedicación a la predicación, como atestiguan las crónicas de Vercelli, que lo designan como «eximio predicador de esta ciudad».
EN EL SUR DE FRANCIA
No se detuvo mucho tiempo en la capital de Emilia-Romaña. Pronto la obediencia lo destinó a las ciudades del Sur de Francia.
Dos motivos movieron a los responsables de la Orden a enviarlo a esas tierras galas: iniciar una cruzada «al estilo franciscano» en tierras dominadas por los albigenses, y continuar la enseñanza de la teología en ciudades universitarias de esa región francesa.
La cruzada de Antonio y de los hermanos menores era no violenta. Se iniciaba con el vivir como cristianos y en diálogo, no en el resentimiento y el enfrentamiento. Era una cruzada en la que brillaba más el ejemplo de la vida que la fuerza de las armas, más las obras en consonancia con el Evangelio que las palabras, y más el servicio y acercamiento a los más pobres que el dominio y el poder.
En esas tierras francesas, Antonio mantuvo su posición no con amenazas o componendas, sino con el ejemplo de la vida evangélica, la predicación y la catequesis al pueblo cristiano, y el diálogo y la disputa -pública y privada- con quienes tenían ideas distintas de las suyas y del sentir de la Iglesia.
La cátedra de teología la trasladó a Montpellier y Tolosa, dos ciudades universitarias en las que, además de formar y enseñar la teología a los hermanos menores, halla también un campo de encuentro con la juventud universitaria, de la que saldrán los futuros guías de la sociedad.
La actividad que desarrolló en el Sur de Francia fue tan sobresaliente, que incrementó las «florecillas antonianas». Se cuenta que el día de Pascua, en Montpellier, Antonio se había comprometido a cantar el aleluya en la iglesia del convento durante la misa. A esa hora se encontraba predicando en la iglesia de San Pedro de Quyroix. Los frailes dicen que entonó el aleluya. Los feligreses de la iglesia de San Pedro afirman que durante el sermón hubo una pausa. Unieron los tiempos y, claro está, cantó el aleluya y predicó.
Durante su permanencia en Francia fue guardián del convento de Le Puy en Velay. Y en 1225, en el capítulo de Arlés, fue nombrado custodio de Limoges, que reunía los conventos del Limousin.
Juan Rigaud, un gran teólogo franciscano, cuenta, habiéndolo oído a otros frailes que conocieron el hecho, que en cierta ocasión, mientras Antonio predicaba en la plaza del mercado de Limoges, ya que la iglesia era pequeña para acoger a la multitud reunida, las nubes se apelotonaron y el cielo se oscureció, rasgándose frecuentemente con grandes truenos y amenazadores relámpagos. Una gran tormenta se cernía sobre el pueblo atento a la palabra del predicador. El santo pidió serenidad y calma a la gente, y continuó el sermón. La tormenta descargó en torno a los congregados en la plaza, sin molestarles.
Ante la necesidad de algunos lugares en los que los hermanos menores pudiesen establecer su residencia, Antonio obtuvo de los benedictinos de San Martín de Limoges una pequeña ermita. También fundó otro convento cerca de Brive, jurisdicción de Limoges.
En noviembre de 1225 se reunió en Bourges un sínodo. También fue invitado Antonio. La asamblea se reunió para revisar la vida eclesial y el camino recorrido en la evangelización de una sociedad dominada por la herejía albigense, que con su vida austera y pobre, su acercamiento al pueblo, su testimonio evangélico, se había ganado la estima del pueblo sencillo.
Antonio dirigió unas palabras a la asamblea. El fraile menor procuró proclamar la «buena noticia», la verdad revestida de caridad, pero sugiriendo un cambio de actitudes y de vida a los padres sinodales, comenzando por Simón de Sully, obispo de Bourges. Habló de la necesidad de la rectitud de vida: «La vida del prelado debe resplandecer por su pureza; debe ser pacífico con los súbditos...; modesta, de costumbres irreprochables, llena de generosidad con los más necesitados. En verdad, los bienes de que dispone, fuera de lo estrictamente necesario, pertenecen a los pobres. Si no los distribuye con generosidad, es un ladrón y como tal será juzgado. Debe gobernar sin doblez, con imparcialidad, y, sobre todo, debe saber cargar sobre sí mismo lo que deberían soportar y sufrir los demás...».
Simón de Sully reconoció sus errores y prometió iniciar la reforma por sí mismo. Mudó su postura para con los franciscanos. Hizo de ellos, junto con los dominicos, sus colaboradores preferidos en la difícil tarea de la evangelización del pueblo.
MINISTRO PROVINCIAL DE LA ROMAÑA
La muerte de Francisco de Asís, «el Hermano», ocurrida en Santa María de los Ángeles, en la Porciúncula, al atardecer del día 3 de octubre de 1226, sábado, fue comunicada por el hermano Elías, vicario general de la Orden, con una circular enviada a todos los hermanos, con estas palabras: «Llorad conmigo, hermanos, como yo me duelo y lloro con vosotros: somos huérfanos, privados de la luz de nuestros ojos...».
Poco tiempo después, el mismo hermano Elías convocaba a todos los ministros y custodios -Antonio era custodio del Limousin- al capítulo general, que se celebraría el día de Pentecostés, 30 de mayo de 1227, y en el que se elegiría al ministro general de la Orden.
En el capítulo resultó elegido el hermano Juan Parenti, florentino, ministro provincial de España. Éste contó con los servicios de Antonio como ministro provincial de la provincia de Romaña, conocida también como provincia Emilia o Lombarda.
Durante su provincialato, la fraternidad provincial creció, las misiones se multiplicaron y se fundaron nuevos conventos, como los de Trieste, Pola, Muggia, Gemona, Gorizia, Camposampiero, Bienno, y la casita y ermita de San Donato, cerca del puente de Bassano del Grappa, que recibió de Ezzelino el Monje, y que Gregorio IX tomó bajo su protección con bula del 20 de octubre de 1227.
Lo importante de estos conventos es que conservan en su ambiente la vida y el ejemplo de muchos hermanos contemporáneos y posteriores a Antonio, y fueron punto de referencia en la misión evangelizadora al estilo franciscano.
En el capítulo general de 1230 pidió al ministro general, Juan Parenti, que lo relevase de su ministerio. No era el servicio lo que le agobiaba, sino su situación física: se encontraba agotado y tenía una salud muy precaria. Juan Parenti aceptó la renuncia de Antonio, pero le pidió que formase parte de una comisión presidida por el propio ministro general, y nombrada por el mismo capítulo. La comisión debía presentar al papa algunos puntos para su estudio y resolución. Gregorio IX, después de consultar a miembros de la Orden y a consejeros pontificios, emitió su veredicto el 28 de septiembre de 1230 con la bula Quo Elongati, en la que, con habilidad, sabiduría y diplomacia, presenta la Regla de San Francisco bajo una nueva luz, invitando a conjugar la fidelidad al carisma de los orígenes con las exigencias de los tiempos nuevos, es decir: fidelidad y renovación.
Por este tiempo, Antonio predicó ante el papa y la curia romana. La leyenda Assidua dice: «Escucharon la predicación con gran emoción. De hecho, tan originales y profundos sentidos sabía sacar de las Sagradas Escrituras, con fácil y entusiasmada palabra, que el mismo papa lo llamó Arca del Testamento».
PADUA
En Padua va a pasar el último año de su vida, y se enamorará de tal manera de esta ciudad y sus habitantes que su nombre aparecerá lapidario al lado del de Antonio el «minorita», el franciscano.
Padua, ciudad universitaria, le entusiasmó, y Antonio la amó, y Padua le devolvió amor y se enamoró de Antonio. La ciudad era nueva, reconstruida casi en su totalidad después del incendio que sufrió en 1174.
Antonio se instala primero en la Arcella, al lado de las damianitas. Pero el centro de actividades antonianas será el convento levantado al lado de la capilla de Santa María Madre de Dios (Sancta Maria Mater Domini), hoy capilla de la Virgen Mora, que el obispo Jaime Corrado, amigo del movimiento franciscano, había concedido a los frailes, extramuros de la ciudad.
Retirado en el convento de Padua, ciertamente no descansará. El cardenal Rinaldo dei Segni, luego papa con el nombre de Alejandro IV, le pidió que escribiese un ciclo de sermones sobre las fiestas del año litúrgico. Éste fue el regalo que dejó a sus hermanos y a la posteridad. No son sermones para predicar. Eran un instrumento de formación y trabajo para que los hermanos menores preparasen las catequesis que dirigían al pueblo.
Una mención especial merece la Cuaresma de 1231, predicada por Antonio en Padua. La ciudad y su entorno estuvieron pendientes de la predicación del santo. Fruto de la Cuaresma será la paz social. El autor de la Assiduadice: «Conducía las discordias a una paz fraterna; daba libertad a los detenidos; hacía que se restituyese lo que había sido robado con la usura o la violencia. Se llegó a hipotecar casas y terrenos, cuyos precios se ponían a los pies del santo, y bajo su consejo se restituía a los robados lo que se les había quitado por las buenas o por las malas... No puedo silenciar cómo inducía a confesar sus pecados a una multitud de hombres y mujeres, tan grande que no eran suficientes para oírles ni los frailes, ni otros sacerdotes, que en pequeño grupo le acompañaban». A los principales de la ciudad se les invitó no sólo a arrepentirse de sus culpas, sino también a realizar un gesto socialmente significativo. Como fruto extraordinario de la Cuaresma, quiso que el Consejo Mayor de la ciudad hiciese un acto de indulgencia para con los deudores insolventes, concediéndoles la libertad una vez que hubiesen dado cuanto poseían, y se les permitiese marchar a otros lugares para rehacer su vida. El Consejo Mayor aceptó la propuesta, promulgando el conocido «Estatuto de San Antonio», que lleva la fecha del 17 de marzo de 1231: un gesto no acostumbrado y magnánimo para aquellos tiempos.
El podestà de Padua, en momentos de desasosiego y tensión, pedirá la colaboración de Antonio. Así, después que el podestà Esteban Badoer no lograse la liberación de los nobles güelfos patavinos, entre ellos la del conde Rizzardo de San Bonifacio, Antonio, acogiendo las súplicas de los magistrados de la ciudad, en 1231, después de la Cuaresma, enfermo como estaba, se acercó a Verona.
Ezzelino era un hombre frío y calculador. Recibió a Antonio, pero no le escuchó. Los planes del tirano de Verona eran de poder, dominio y ocupación, y rezumaban odio, disgusto y enojo; mientras que los de Antonio eran de solicitud, misericordia, libertad para los cautivos, proyectos de paz y concordia. El santo volvió a Padua desalentado, descorazonado y cabizbajo, aunque se había dado un gran paso, se había abierto otro camino de relación, que no era el de la violencia, sino el del diálogo. No se alcanzó el milagro, o mejor dicho, se prolongó la espera. A los pocos meses de la muerte de Antonio, Ezzelino aceptó la delegación del podestá de Padua, Gofredo de Luciano, y liberó al conde Rizzardo de San Bonifacio y a sus compañeros.
AL ENCUENTRO DE SU SEÑOR
Antonio volvió de Verona fatigado y agotado. El viaje, el encuentro con Ezzelino y sus consejeros, y las enfermedades (asma, hidropesía, dolores de cabeza y de estómago, así como otros achaques) repercutieron en su físico. Con la esperanza de mejorar, buscó un poco de soledad y silencio en Camposampiero, propiedad del conde Tiso. Le acompañaban el Beato Lucas Belludi, llamado «Lucas de Antonio», y el hermano Rogelio. Antonio pensaba recuperarse con la tranquilidad que da el campo, el aire fresco y un poco de reposo.
Al amigo Tiso le pidió que le preparase una pequeña cabaña en la copa de un frondoso nogal. La Assidua dice que el mismo conde la construyó con sus manos.
La tranquilidad y el reposo se esfumaron a los pocos días con la presencia de la gente del lugar que, al conocer la presencia del santo, acudía a verle, suplicarle y escucharle. Desde el nogal, Antonio predicaba la buena noticia. El gentío llegó a ser numeroso, ocupando los sembrados cercanos. La tradición cuenta que «los sembrados pisados volvieron a florecer como antes, una vez que la multitud se marchó», tal como Antonio había anunciado a los labradores perjudicados.
En Camposampiero, Antonio recibió la visita del Niño Jesús, de la que el mismo conde Tiso fue espectador extraordinario, en una de las visitas de rutina que hacía al santo.
El día 13 de junio, a la hora de la comida, ya en la mesa, tuvo un desvanecimiento. Iba perdiendo las fuerzas, mientras la enfermedad empeoraba. Cuando volvió en sí se encontraba acostado. Consciente de que la hora se aproximaba, dijo al hermano Rogelio: «Hermano, si estás de acuerdo, quisiera ir a Padua, al lugar de Santa María, para quitar todo peso a estos hermanos», recuerda la Assidua. Colocado Antonio sobre un carro tirado por bueyes, se encaminaron hacia Padua. En el camino se encontraron con el hermano Vitonto, quien les aconsejó que no entrasen en la ciudad, pues sería motivo de gran tumulto y confusión, por lo que decidieron detenerse en la Arcella, junto al convento de las damianitas de Santa Clara. Pidió confesión y, recibida la absolución, entonó el himno «¡Oh gloriosa Señora!» Mientras le iban faltando las fuerzas, su rostro manifestaba una paz interior tal, que alguno de los presentes le preguntó: «¿Qué ves?» A lo que replicó Antonio: «Veo a mi Señor».
Antonio murió la tarde del 13 de junio de 1231, un viernes.
«HA MUERTO EL SANTO»
La noticia de la muerte de Antonio llegó a Padua antes de que los frailes la anunciasen oficialmente, ya que la querían esconder «con toda diligencia y cautela». El griterío de los niños: «¡Ha muerto el santo! ¡Ha muerto San Antonio!», recorrió las calles de la ciudad.
Después de no pocas diligencias entre la ciudad y los habitantes de Campo di Ponte, pueblo al que pertenecía el convento de la Arcella y que no quería entregar el cuerpo del santo, se llegó a un acuerdo para cumplir la voluntad de Antonio de ir al convento de Santa María de Padua. El martes 17 de junio tuvo lugar el traslado de los restos mortales del santo a Padua. La procesión iba presidida por el obispo de la ciudad, Conrado, acompañado delpodestà, el clero y muchísimo pueblo. El cuerpo de Antonio, que se hallaba dentro de un ataúd de madera, fue colocado en la capilla de Santa María dentro de un sarcófago de mármol, propiedad de la catedral. «Aquel mismo día -dice la Assidua- muchos enfermos fueron traídos y recuperaron la salud por los méritos del bienaventurado Antonio. De hecho, apenas el enfermo lograba tocar la tumba, era feliz por ser sanado de la enfermedad. Aquellos que, por el gran número de enfermos que se concentraron, no podían llegar a la tumba, eran sanados ante la presencia de todos».
Poco tiempo después de la muerte de Antonio, el obispo de Padua, junto con el clero, el alcalde y el pueblo, envió una embajada al papa Gregorio IX, que se encontraba en Rieti, solicitando la canonización del franciscano Antonio.
El papa nombró una comisión formada por el obispo de Padua, Conrado, el abad de Santa Justina, Jordán Forzaté, y el prior de los dominicos, fray Juan, para llevar a cabo el proceso de canonización: la escucha de los testigos y el examen de los posibles milagros, entre los cuales 53 casos fueron considerados prodigiosos, inexplicables a la luz de los conocimientos médico-científicos del momento. Terminados los trabajos, la comisión envió al papa sus conclusiones. Estudiado el resultado en la curia romana, Gregorio IX lo canonizaba el 30 de mayo de 1232, en Espoleto. El 23 de junio del mismo año, Gregorio IX emitía la bula Cum dicat Ecclesia, con la que comunicaba a toda la Iglesia la canonización de Antonio de Padua.
Pío XII lo declaraba, en 1946, doctor de la Iglesia, con el título de Doctor Evangélico, y lo anunciaba a la Iglesia con la bula Exulta Lusitania felix, del 16 de enero de 1946.
Sus restos descansan en la basílica del santo, en Padua, en la que está integrada la primitiva capilla de Sancta Maria Mater Domini. La parte del presbiterio y del crucero fue inaugurada en abril de 1266. En esa ocasión, San Buenaventura, ministro general de la Orden, realiza el primer reconocimiento del cuerpo de San Antonio, y observa que la lengua está íntegra. En el reconocimiento de los restos del santo que se llevó a cabo en 1981, los médicos especialistas hallaron todo el aparato bucal íntegro, bien conservado, entre la materia orgánica del santo.
ESCRITOS Y DOCTRINA
Los escritos auténticos que nos han llegado de Antonio de Padua son los Sermones Dominicales y los Sermones in solemnitatibus Sanctorum. Han llegado hasta nosotros en trece códices de los siglos XIII y XIV, entre ellos el famoso «Códice del tesoro», denominado así porque se exponía entre las reliquias del santo.
Los Sermones contienen el pensamiento y la doctrina de Antonio. Su teología tiene un carácter y una finalidad particulares, como él mismo nos comunica en el prólogo de su obra: «Para gloria de Dios, edificación de las almas y consuelo de quienes lo lean o lo oigan entendiendo debidamente las Sagradas Escrituras, con ideas del Antiguo y del Nuevo Testamento, formamos una cuadriga para que el alma, como Elías, se levante por encima de los bienes terrenos y viviendo santamente llegue al cielo... He reunido estos temas relacionándolos entre sí, según me lo ha concedido la gracia de Dios, y mi pobre y limitada capacidad ha cooperado... Me siento incapaz de tamaña e incomparable responsabilidad, pero he debido ceder a la amable petición de los hermanos».
Podemos dividir en cuatro grandes bloques la doctrina expuesta por Antonio en sus escritos: la fe y el amor a Dios, la cristología y la mariología, la teología moral, y la doctrina del sacramento de la Penitencia.
Como maestro de doctrina espiritual y teología mística, Antonio se halla en línea con la corriente agustiniana y, dentro de ella, destaca la influencia de la escuela de San Víctor de París. Tampoco hay que olvidar el influjo de la espiritualidad de Francisco de Asís.
La cristología de Antonio es la teología de la kénosis, del abajamiento o anonadamiento de Dios: Dios «se hace menor». Escribe Antonio: «¿Qué quiere decir "encontraréis un niño", sino: encontraréis la sabiduría balbuciente, el poder frágil, la majestad abajada, al inmenso pequeñito, al rico hecho un pobrecillo, al Señor de los ángeles yaciendo en un establo, al alimento de los ángeles como si fuera heno de animales, al que es infinito acostado en un estrecho pesebre? Por tanto, ésta será para vosotros la señal, a fin de que no perezcáis». Y en otra parte, hablando de los dos caminos andados por Jesús, dice: «El primer camino fue desde el Padre a la madre; este camino se llama caridad... El segundo camino fue desde la madre al mundo, y éste se llama humildad... Oh Cristo, en María te hiciste camino de humildad».
Es interesante la mariología antoniana, diseminada en todos los sermones, pero recogida, de manera particular, en los seis que dedica a la Virgen María. Trata todos los aspectos mariológicos, pero se detiene con frecuencia en la connotación «sanfranciscana» de la Virgen pobrecilla: «He aquí que los pobres, con Jesús pobre, hijo de la Virgen pobrecilla, juzgan al orbe de la tierra con equidad». Y también: «Yo, que habito en las alturas con el Padre, elegí el trono de una madre pobrecilla». En una sociedad en la que los cátaros consideraban mala y enferma la naturaleza humana y nuestra propia carne, que fue asumida por el Hijo de Dios, Antonio dice al respecto: «El Padre le dio la divinidad, la madre la humanidad; el Padre la majestad, la madre la debilidad. Por la divinidad pudo cambiar el agua en vino, dar vista a los ciegos, resucitar a los muertos; por la debilidad de su humanidad, por el contrario, pudo tener hambre, sed, ser atado, escupido y crucificado».
Rica en profundidad, comparaciones y simbología es la teología de la penitencia, a través de la cual Antonio ayuda a comprender el paso de la desemejanza con Dios a su semejanza: «Habitarás en la región de la desemejanza, para que te reconozcas desemejante y recibas la semejanza de Dios, según la cual fuiste formado, y vayas hasta Babilonia, símbolo de la confusión del pecado; y confundido por tu pecado, lo reconozcas; una vez conocido, lo llores; llorado, recibas la gracia. Allá serás libre...; si tú lo reconoces, Dios lo perdona».
El tratado de las virtudes, en especial el de la justicia, es un mosaico de gran fuerza expresiva, a través del colorido del lenguaje realista y simbólico que usa. Mencionemos sólo tres textos. El primero dice: «Dad a los pobres lo que no necesitáis para alimentaros y vestiros. Por tanto, si alguno tiene bienes de este mundo, luego de haber guardado lo necesario para alimentarse y vestirse, si viere a su hermano, por quien Cristo murió, padecer necesidad, debe socorrerle con lo que le queda... ¡Ay de aquellos que tienen sus despensas llenas de trigo y de vino, y dos o tres pares de vestidos, mientras llaman a sus puertas los pobres de Cristo con vientre vacío y cuerpo desnudo! Cuando se les da algo, es poco, y de lo peor, no de lo mejor. Vendrá, vendrá la hora en que también ellos clamarán de pie afuera, delante de la puerta: Señor, Señor, ábrenos, y oirán lo que no quieren oír: no os conozco. Id, malditos, al fuego eterno». En otra parte encontramos este texto: «El rico pervierte la justicia robando a los pobres los bienes o negándoles lo que les pertenece, y de esta manera es la ruina del hermano... Los militares y los civiles, avarientos y usureros, roban el manto de escarlata (los haberes de los pobres adquiridos con mucha sangre y sudores)... Los ricos y poderosos de este mundo quitan a los pobres, a quienes llaman sus villanos, siendo ellos villanos del diablo, sus pobres haberes, adquiridos con sangre, con que se visten de cualquier manera». Y un tercero, en el que vapulea por igual a autoridades civiles y eclesiásticas: «No sin dolor referimos lo que hacen los prelados de la Iglesia y los grandes personajes de este siglo, que hacen que los pobres de Cristo esperen largo tiempo a su puerta, gritando y pidiendo limosna con voz entrecortada por el llanto. Por fin, después que ellos han comido bien y quizás alguna vez se han emborrachado, mandan que les den algunas sobras de su mesa y la bazofia de la cocina».
La doctrina de Antonio está dirigida a los hermanos menores u otros lectores, para que con ella preparen su predicación y catequesis para el pueblo.
CULTO Y DEVOCIÓN
El oficio litúrgico de San Antonio entró en la Orden franciscana poco después de la canonización del santo, y lo propagaron los franciscanos. Sixto V, papa franciscano conventual, extendió la fiesta del santo a toda la Iglesia. Pío XII confirmó y extendió a toda la Iglesia, por medio de la bula Exulta Lusitania felix, del 16 de enero de 1946, el culto a San Antonio como «Doctor de la Iglesia», aunque como tal era considerado en el oficio de los franciscanos desde el siglo XIV.
Dentro de las devociones al santo más popular y más venerado por el pueblo cristiano, es famosa, desde poco después de su muerte, en torno al 1235, la del responsorio Si buscas milagros, sacado del oficio ritmado escrito por fray Julián de Espira.
Otras manifestaciones de culto antoniano son: los martes de San Antonio, que recuerda los funerales del santo y los milagros que ocurrieron aquel día; el pan de los pobres y la Cáritas antoniana, donde se entrelazan la devoción y las instituciones asistenciales a favor de los más desvalidos de la sociedad.
Bibliografía:
San Antonio de PaduaSermones dominicales y festivos, Publicaciones del Instituto Teológico Franciscano, Murcia 1995.- G. AbateLa «Vita prima» di Sant'Antonio, en Il Santo 8 (1968), pp. 127-226.- V. Gamboso(a cura di), "Assidua", Vita prima di Sant'Antonio (Fonti agiografiche antoniane, 1), Padova, Centro di Studi Antoniani, 1981.- Vita del "Dialogus" e "Benignitas" (Fonti agiografiche antoniane, III), Padova, Centro di Studi Antoniani, 1987.- Vite "Raymundina" e "Rigaldina" (Fonti agiografiche antoniane, IV), Padova, Centro di Studi Antoniani, 1992.
Iconografía:
La representación de Antonio de Padua en el arte pictórico o escultórico ha conocido una cierta evolución en algunos de los símbolos característicos. Antonio aparece en las primeras representaciones, además de vestido con el hábito franciscano (sayal y cíngulo que lo ciñe), con el libro de los Evangelios. Ya en el siglo XIV se le representa con un elemento que es recogido de San Antonio Abad: la «llama», símbolo del amor divino, y en algunas ocasiones aparece la variante del «corazón en llamas». En el siglo XV se le representa con el «lirio», símbolo de la pureza; y a finales del mismo siglo XV aparece en su iconografía la figura del «Niño Jesús». Hoy en día, San Antonio es representado vestido de franciscano, en la variedad de la Primera Orden, con los símbolos -generalmente unidos- del libro, el Niño Jesús y el lirio.
[Agostino Gardin, Ministro General O.F.M.Conv., San Antonio de Padua, presbítero franciscano, doctor de la Iglesia, en J. A. Martínez Puche (Director), Nuevo Añ

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