Algo inusitado estaba ocurriendo ese día en aquel renombrado colegio. Vía facebook, los estudiantes acordaron como momento conspirativo la hora del almuerzo en el restaurante escolar. De un momento a otro, ante la señal convenida, los alegres comensales se enfrentaron a una batalla campal sin precedentes: una lluvia torrencial de frutas, ensalada, papas y carnes cayó sobre los concurrentes, al compás de un inusual zapateo y un ruidoso “happy birthday”.
Los adustos directivos del centro educativo abandonaron su frío racionalismo y llenos de indignación y estupor, exigieron actos de desagravio y contrición a los alumnos insurrectos y a sus atribulados maestros, convertidos por obra y gracia del reglamento escolar en guardianes del reclusorio. Aún siguen sin encontrar una explicación “objetiva” a semejante acto de indisciplina que riñe con la moral cartesiana del plantel. Por lo pronto se anuncian medidas ejemplares tales como reconvenciones, suspensiones y el cierre temporal del comedor.
No lejos de allí, en esa extraña y paradójica discontinuidad del ahora educativo, en otro encopetado colegio, un grupo de padres exaltados protestaba por el pago obligatorio de rifas, bonos, cuotas y acciones; la mediocridad de los maestros; el cobro de intereses por mora en el pago mensual y la venta de textos escolares y uniformes a un precio 8 veces más allá de su costo normal (10 dólares vale “Scholastic” en cualquier tienda gringa). Empampirolados con una mal entendida “autonomía escolar”, sus directivos se resisten a aceptar que el servicio educativo en nuestro país es público y no privado.
Ciertos colegios ostentan en su filosofía heráldica y medioeval ser guardianes del orden y las buenas costumbres y adoptan medidas disciplinarias de corte monacal y feudal: proscripciones, conculcaciones, extrañamientos, castigos, discriminaciones, marginamientos, confinaciones, maniqueísmos y exclusiones; escarnios infames y tratos degradantes; audiencias (“consejos de apelación”) que nos recuerdan los viejos tribunales inquisitoriales de corte católico, calvinista o anglicano.
La biblioteca convertida en calabozo, los libros en grilletes y los cuadernos en expedientes policivos; los manuales de convivencia transmutados en edictos prohibitivos y en códigos presuntuosos de mala fe, todo un atentado aleve y torticero contra el libre desarrollo de la personalidad. Aún así, en esos centros educativos se sigue insistiendo en su condición de no ser reformatorios, pero las evidencias vivenciales y cotidianas hacen creer lo contrario.
Devotos del dogma educativo, se rasgan sus raídas vestiduras magisteriales e invocan la exorcizante grey del santoral pedagógico para conjurar los males que se ciernen sobre el cuerpo desfalleciente de la secular escuela: Comenius, Rousseau, Pestalozzi, Dewey, Montessori y Freinet. Otros herejes como Loris Malaguzzi o Paulo Freire recomiendan para el desarrollo de una pragmática escolar, abjurar del mentirologio pedagógico y didáctico tradicional y exhortan, de una vez por todas, a ejercer el desaprendizaje y a refundar el sistema educativo.
JORGE ROBLEDO
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