por: Francisco Cajiao
El pensamiento de los niños necesita espacio para crecer sin barreras.
En la experiencia cotidiana es fácil encontrar gente que sabe mucho y piensa poco. Hay personas capaces de desempeñarse con eficiencia en trabajos complicados de nivel técnico o profesional, cumpliendo todas las exigencias y caprichos de sus jefes, siguiendo meticulosamente cada procedimiento preestablecido, mostrando resultados cuantificables de sus acciones y dando cuenta de cada una de sus actividades.
Pero esto no garantiza que piensen más allá de lo inmediato. Incluso, en los altos estrados de la academia pueden encontrarse profesores universitarios que recitan citas extensas en diversas lenguas, reproducen con enorme habilidad teorías complejas y dominan datos y cifras a granel, pero algo nos dice que todo eso tiene un olor a ropa prestada porque cuando actúan no parece que tanta erudición se conecte con la vida.
En contraste, a veces encontramos personas sencillas, sin títulos académicos, sin presunciones intelectuales, que nos dicen cosas muy profundas sobre la vida, sobre el destino humano, sobre el acontecer público. Es verdad que no usan palabras complicadas, pero muestran largas horas de diálogo silencioso consigo mismos y con su entorno.
Digamos que son los que piensan mucho aunque no sepan tanto. Ya decía san Ignacio de Loyola, fundador de los jesuitas, que "no el mucho saber harta y satisface el ánima sino el gustar las cosas internamente".Cabe preguntar si el sistema educativo les da a nuestros niños y jóvenes el espacio y la inclinación para pensar, de manera que hagan de su vida un proyecto propio y encuentren razones para sentirse parte activa de una sociedad de la cual son corresponsables. La respuesta no es sencilla, pues tampoco es fácil precisar qué es pensar.
Algunos caen en la tentación de reducir el pensamiento a unas cuantas operaciones mentales verificables. Pero el pensamiento profundo se resiste al encasillamiento: puede surgir de repente cuando estamos en situaciones límite, tal vez mientras tomamos el sol en una playa o mientras vemos una telenovela. Para algunos, requiere el silencio y el aislamiento, mientras a otros los asalta en medio del bullicio y la multitud.
Tal vez una melodía especial o una obra de arte desencadenan una catarata imparable de reflexiones. A lo mejor una caricia o un abandono. Einstein, en su autobiografía, cuenta que su primera intuición sobre la relatividad surgió a los ocho o nueve años mientras montaba un caballito de palo e imaginaba qué sucedería si fuera un rayo de luz: en la escuela pasaba como un niño totalmente insuficiente.
Lo que es claro es que el conocimiento universal, el progreso científico, la creación artística y la reflexión filosófica surgen de personas que piensan mucho sobre aquello que saben y llegan a cosas nuevas que naturalmente no sabían ni tenían dónde aprender. Por estos días en que se realiza la Feria del Libro, surge la asociación con el pensamiento humano, que se condensa en millones de páginas que intentan atrapar ideas para hacerlas públicas, para convertirlas en patrimonio común.
Pero sería fantástico saber cómo fue producido cada libro, cómo fue el proceso de pensamiento del autor, cuánto sufrió para encontrar palabras para su ensoñación o para su obsesión.
Lo que sí podemos constatar es que allí, en la Feria, hay pensamiento poético, gráfico, histórico, matemático, filosófico, novelístico, religioso, culinario... y muchos pensamientos insulsos. Pero aun en la frecuente basura literaria se puede leer la necesidad de hacer públicos los soliloquios de seres humanos que más allá de repetir lo que otros han dicho se arriesgan a pensar por su propia cuenta, dejando en palabras un pequeño rastro de su paso por la vida.
Es claro que queremos que todos nuestros niños y niñas puedan saber muchas cosas, pero todavía más importante es encontrar maneras para que todos sus pensamientos encuentren espacio para crecer y fluir sin barreras, sin límites, sin clasificaciones y, sobre todo, sin tantas calificaciones.
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