martes, 20 de noviembre de 2012

III CONCURSO NAL DE HISTORIAS DE AMOR


CATEGORIA 2 TERCER PUESTO

MAKERULE Y MATACHA: UN AMOR ESCRITO CON RABIA

El amor, es como una enfermedad incurable.
Es extraño que no se detecten víctimas mortales. No han habido casos de reproche, garantía o devolución de dinero, y en general, la persona infectada, por sus síntomas (sudor excesivo, malestar general, intranquilidad, asociado con la palpitación exagerada y masiva del corazón y mariposas en el estomago), acepta y lleva con prudencia su condena. La mayoría encuentra un mamífero de su misma especie, que atendiendo al llamado de los síntomas, se deja infectar en la total conciencia de sus efectos secundarios.

Por esta razón Makerule, un perrito negrito, crespo y juguetón, cada que pasaba la galería, atravesaba el convento de las Hermanas de La Divina Prudencia, y levantaba su pata en los tarros para gaseosa llenos con agua en el poste de la esquina, creía que el amor se le iba por ahí: por el alma. Justo cuando el líquido fluía, cómo era ya costumbre, Matacha, una criolla perrita caramelo, coqueta pero seria, le salía al paso.

Todos los días, justo a la misma hora, atravesaba la cuadra, observaba el proceso fisiológico de su contraparte masculina, y seguía su recorrido hacía el hueso matutino en la carnicería de don Pancho. Cada día era igual: Makerule, La pata, los tarros, el amor que fluía, Matacha coqueta, el hueso. A veces, Makerule olvidaba que su proceso había terminado, y mantenía la esperanza de verla regresar, aún con la pata levantada. Pero ella, digna fémina canina, lo hacía por la cuadra contraria. No obstante, lo miraba esperarla, riendo cómo lo hacen los canes, en la esquina, al otro lado de la acera.

El perrito negrito y juguetón, no le era indiferente a la criolla perrita caramelo. Por el contrario, su persistencia en el poste, su mirada perdida y la constancia fisiológica le parecían encantadoras. Sólo que a diferencia del gusto que espiritualmente sentía por él, la alejaba lo que físicamente era reprochable en todo sentido: la saliva, espumosa, blanca y pastosa, que le brotaba desproporcionada por la boca a Makerule.

La gente le huía, le amenazaba y hasta le perseguía para asestarle una pedrada o un garrote en la cabeza por su baba ilimitada. Makerule en el sopor de su amor, creía que eso, sólo era un efecto secundario de sus sentimientos por Matacha. Los niños le correteaban gritándole "perro pulgoso! andáte con tu rabia para la perrera", lo cual no comprendía, porque era dócil y manso. Sólo esa baba. Sólo esa espuma que asustaba, emanando de su boca. La gente del barrio, confabulaba en corrillos, envenenarlo, atravesarlo con el carro de Don Cuco, patearlo, bañarlo en agua hirviendo... Y él sólo escapaba al refugio que lo alentaba para no morir de la desesperación: El cartón de Matacha.

Alguna vez, mientras la veía alelado, Matacha le oyó decir a alguien, que todo estaba listo para darle cacería. Ella sólo pensó en correr al poste y llevarlo a empellones al voltear del río, debajo del puente, a la caja de cartón. Ahí se confundían los dos, cada que la amenaza de morir era inminente.

Al principio, Makerule se mostraba tímido y nervioso. Buscaba aislarse para comprender su estado involuntario de amor, y asumía el calor de Matacha cómo una cura a los síntomas que se hacían día a día más evidentes.

Era martes, cuando un niño reciclador trato de arrebatarles la cama. Makerule, iracundo y ofendido, a dentelladas y ladridos, le hirió una pierna. El niño, en medio de sus sollozos y dolor, huyo hacia la carreta que lo esperaba en la parte superior del puente. El miércoles, le oyó decir a un reciclador adulto, que el niño estaba enfermo. Que una mordida le había provocado fiebre constante y postración. El jueves, Matacha se enteró que el niño babeaba y se ahogaba en sus propios fluidos. Para el viernes, no podía caminar. El lunes, todos en el barrio, colaboraron para las exequias.

Makerule, sintió que el amor no lo era. Que si lo que padecía, en iguales condiciones, mataba a sus verdugos, entonces el amor no debía de ser así. Eso lo comprendió en el momento exacto en el que ya no pudo moverse de la caja.

En su costumbre de ir por el hueso, Matacha observó en el parque a Patán, el Pug de doña Luisa, a Teo, el Golden de don Matias, a Bruno, el Siamés de don Fernando, y a muchos más, en una fila interminable de canes y felinos. Al final, una mesa, un doctor, una caja, y jeringuillas por doquier. La campaña, la voceaba un zanquero:

- No deje morir a su mascota. Sepa de los síntomas y combata la enfermedad: Nerviosismo, baba constante, irritabilidad, parálisis y muerte inminente. Sea consciente, vacune y salve a su mejor amigo - .

Matacha, comprendió que el amor era rabia, y que Makerule, sin garrotes, venenos o verdugos, moría lentamente. Ni con hambre, había corrido tanto en su vida de regreso a la caja. Lo encontró. Pero él ya no estaba...

Tiempo después, la municipalidad, en su jornada habitual de recolección de animales callejeros, halló a Matacha debajo del puente. No opuso resistencia. A ella la campaña le había salvado la vida.

A ella, la rabia le había arrebatado a su compañero negrito y juguetón.

A ella, el amor le dejó 5 crespitos cachorritos caramelo, que la siguieron hasta el camión de protección para animales.

Edwin Garzón

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